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J.L. MIRÓ Un ramo de flores en un parterre. Una visión fugaz que induce, casi mecánicamente, a levantar el pie del acelerador, pero que pocas veces conlleva una reflexión profunda sobre lo que representa marcar el lugar exacto donde un familiar, un hijo, un amigo, se dejó un día la vida.

Si indagásemos lo que ocultan esas coronas de flores, encontraríamos a las «víctimas anónimas» de la carretera, personas cuyo drama, según explica Javier Torres, coordinador del Programa de Intervención Psicológica de Emergencias, «no trasciende de las paredes de su casa, no vende, no interesa».

Los accidentes de tráfico encabezan la lista de las causas de muerte entre los jóvenes de hasta 35 años, pero, como denuncia la Federación Europea de Víctimas de Accidentes, pocas veces se habla de sus verdaderas consecuencias sociales. Los que se quedan -en especial los familiares directos- sufren el dolor propio de la pérdida y la incomprensión de un sistema que trata a la víctima de la carrera como un número.

Javier Torres asegura que son muchos los casos de «duelo patológico» en los que el familiar no consigue pasar página y continuar con una vida normal. La corona de flores en la carretera puede ser uno de los síntomas, y también la metáfora, de ese dolor crónico que limita las capacidades vitales de los afectados. Los números que, en ese sentido, maneja la Asociación Nacional de Afectados por Accidentes de Tráfico son aterradores: la mitad de las personas allegadas a la víctima sufre insomnio, el 64 por ciento entra en procesos -a veces irreversibles- de depresión y un tercio experimenta algún tipo de tendencia suicida.

Aunque la atención de emergencia a las víctimas ha mejorado mucho desde que en 1998 se puso en marcha un servicio público de psicología para la comunicación de «malas noticias», y así lo corroboran tanto la Guardia Civil como el propio Javier Torres, queda mucho trabajo por hacer, «especialmente en el ámbito judicial», de acuerdo con una portavoz de la Asociación de Afectados.

Sentencias como la que condena a pagar 250 euros de multa a un conducor ebrio que se saltó un semáforo en rojo y mató a un motorista no contribuyen, precisamente, a que las familias superen el drama. Y no se trata, según advierten las asociaciones de víctimas, de un caso aislado: el 85 por ciento de quienes han visto cómo un allegado moría en la carretera cree que no se ha hecho justicia en su caso, un porcentaje que la nueva Ley de Seguridad Vial pretenden subsanar aumentando las penas para los imprudentes.

El concepto de «víctima anónima», aun cuando son los familiares directos quienes más dificultades encuentra para rehacer sus vidas, es bastante amplio. «El drama trasciende muchas veces el ámbito familiar y se hace extensible al área laboral y social. Todas estas personas tienen que luchar para seguir adelante, para intentar normalizar su vida», recomienda Javier Torres, consciente de que no es ni mucho menos fácil asumir la pérdida de un familiar o compañero «ni la ruptura de los proyectos de futuro que se tenían en el momento del accidente mortal». Hay casos de dolor insuperable, cuando no se acepta la muerte y no se abandona la sensación inicial de negación común a todos los afectados. Es muy importante que se produzca esa «aceptación», recalca Torres.

I.R., mujer de un fallecido en accidente, recuerda que su hijo no ha podido volver a hablar de su padre. Cuando lo hace, le duele el pecho y tiene problemas oculares por somatización. Para él, «papá» lo era todo, aunque para quienes no miran detrás del ramo de flores se quedó en una simple cifra