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El radar que hay en la autovía de Andratx a la altura de Santa Ponça es casi infalible. Está comprobadísimo que a 105 kilómetros por hora le cae al conductor infractor una multa. Año tras año, sale entre los dispositivos que más sanciones provoca. Sin embargo, no es extraño circular a su altura y ser rebasado por alguien que circula a 140 o 160 y no será por despiste dado que está muy bien señalizado. Esos automóviles van a ser multados con seguridad. Parece más bien que a sus propietarios les trae sin cuidado la sanción. Suelen ser coches de gama alta o muy alta y la sospecha es que quien los guía asume el coste por lo poco que le supone en proporción a su patrimonio. Algo similar pasa cada día en las puertas de embarque de ciertas compañías aéreas que cobran por el equipaje de cabina aunque saben que no pueden hacerlo.

Calculan el beneficio de miles de infracciones sumadas frente a las posibles consecuencias. Si el saldo es positivo, la práctica sigue. Durante años ha tenido éxito porque las autoridades se han inhibido. Se cobraba y, salvo reclamación judicial, el ciudadano estaba indemne por mucho que se enfadara. La defensa de cada uno convertida en responsabilidad individual aunque sean decenas de miles los agraviados. Para un vecino de Cuenca que vuela una vez al año por placer es una molestia sumible, para quien depende del transporte aéreo es una extorsión constante. Ahora, el Ministerio de Consumo ha decidido poner una multa de 179 millones de euros a algunas aerolíneas. Falta por ver si es efectiva, si la pagan o si, de nuevo, los ciudadanos quedan inermes, condenado a hacer la guerra por su cuenta. Cada abstención del Estado de este tipo suele responder a falta de recursos más que a ineptitud. La práctica muestra que es algo que no afecta a algunos. Los mismos a los que les da igual ir a 160 o que vuelan en jet privado.