El sátiro ruso
De casi dos metros de altura, ojos enloquecidos y pelo tan largo como grasiento, Grigori Yefínovich Rasputín (1869-1916) infundía respeto. Y eso que el grupo pop Boney M., en los pasados años 70, no le hizo justicia con su pegadiza canción: «Ra-ra, Rasputín...». El monje, que era un cuentista profesional, llegó a la corte rusa del zar Nicolás II en 1904 y se ganó a la zarina Alexandra cuando, de carambola, alivió a su hijo hemofílico. Desde entonces, campó a sus anchas entre la realeza y los salones más exclusivos. Era pendenciero, borrachuzo y un sátiro en potencia, así que cuando no estaba en palacio se lo podía encontrar en alguna bacanal por San Petersburgo. Cuentan que sus dotes amatorias eran prodigiosas y que perseguía a las doncellas sin descanso. Lo cual tiene mucho mérito porque los inviernos rusos lo congelan casi todo. En 1916, en plena Primera Guerra Mundial, el gran duque Dimitri Romanov, el príncipe Félix Yusúpov y el agente británico Oswald Rayner lo citaron en palacio. Era una emboscada mortal, pero no salió como pensaban. Le dieron unos dulces y un vino envenenados, aunque el pervertido, inmunizado por océanos de alcohol, ni se inmutó. Al final, desesperados, le pegaron tres tiros y lo lanzaron a las gélidas aguas del río Nevá. Su muerte precipitó la caída de la Rusia zarista, pero la leyenda del lujurioso curandero no dejó de crecer y en 2004 un afamado urólogo anunció que tenía en su poder el legendario miembro viril de Rasputín, que se exhibe ahora en un museo de la antigua capital rusa. 30 centímetros para la posteridad. Que no es poco.
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