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Las ideas, políticas o religiosas, configuran con el tiempo estados de ánimo, y los estados de ánimo, poco a poco, terminan cristalizando en muecas y rictus faciales perfectamente identificables a cien metros de distancia. Rictus de derechas, rictus de izquierdas, rictus clericales. Si un político, tras años de luchas por el poder y mucha obstinación, no ha logrado un rictus crónico y fosilizado acorde con el de su grupo, como si llevase las siglas del partido grabadas en el rostro, seguro que ya no hará carrera. Hasta puede ser acusado de tibio o de traidor, porque las ideas, si son firmes, se transforman en rictus permanente a base de repetición. Como las líneas de expresión o arrugas dinámicas, en efecto. Y ahora es cuando llegamos al meollo del asunto, ya que todo rictus estable (de ira, de burla, de miedo, de superioridad), si le das tiempo, acabará convirtiéndose en el famoso rictus de amargura propio de las novelas costumbristas. ¡Rictus de amargura! Ah, que amargo es el destino, cualquiera que sea. ¿Y por qué la mayoría de nuestros políticos, sobre todo si desempeñan altos cargos y son de derechas, parecen siempre tan enojados, y a la vez amargados, incluso avinagrados? ¿Se les agrió el carácter o nacieron así? No, es precisamente por el exceso de ideas políticas, que forman densos grumos doctrinarios y uniformizan los estados de ánimo, como si sólo tuviesen uno, que es el que se refleja en su rostro. Las convicciones profundas dejan huellas, pasan factura, afectan a la piel y las mucosas. Balzac aseguraba que nada nos desgasta tanto como las convicciones, y aconsejaba que, de tenerlas, no se defendiesen. El desgaste es entonces mayor, deja cicatrices. Y la convicción, en tanto que cicatriz anímica, solidifica en rictus. Por supuesto, las izquierdas tienen su propio rictus de amargura, más notorio cuanto más de izquierdas se proclamen, porque si bien todas las señales amables se parecen, cada cual se amarga la vida a su manera. La calle de la amargura está llena de vistosos escaparates. Y todo lo que acabo de decir, desde luego, no evitará que al ver por la tele a nuestros dirigentes, nos preguntemos de nuevo a qué vienen esos rictus de amargura.