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A la mayoría de nosotros hay cosas típicas de los estadounidenses que nos resultan rarísimas, más propias de una película distópica que de la realidad. Una de ellas es esa marea de ‘preparacionistas’ que a veces se ve en documentales o noticieros, gente que construye refugios a prueba de bomba en el sótano de su casa o en medio del bosque y los va llenando de víveres imperecederos, ingentes cantidades de latas de cerveza y toneladas de papel higiénico, amén de armas y toda clase de gadgets para la supervivencia en caso de ataque nuclear, guerra bacteriológica o invasión zombi o extraterrestre. Está claro que ellos no reciben la misma clase de inputs que nosotros, porque a este lado del Atlántico ese tipo de amenazas se consideran ciencia ficción o fantasía.

Al menos hasta ahora, porque dicen que la pandemia primero y las guerras de Ucrania y Gaza después, además de las machadas de Putin y compañía han logrado que esa psicosis nos alcance a nosotros también. Los hay, dicen, que han empezado a recibir formación en armas y defensa, por si acaso, y algunas cuestiones básicas en caso de vérselas frente a frente con el enemigo: cómo detener una hemorragia, trasladar a un herido, localizar un escondrijo temporal donde ocultarse si el desastre te pilla desprevenido. Mallorca es un mal sitio en caso de catástrofe, mucha gente en un territorio pequeño y rodeado de agua, que depende en un noventa por ciento de los suministros que llegan en barco. A mí, que me encantan las pelis catastrofistas y las historias de fin de mundo, me parece que lo más prudente en esos casos es morirse el primero y así no tener que pasar por una experiencia tan espantosa que, para la mayoría de las personas, acaba mal.