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Empeñado en convertir su mandato en una continua representación teatral, Pedro Sánchez provoca una crisis diplomática con la República Argentina tomando como pretexto las salidas de pata de banco de Javier Milei en un acto preelectoral de Vox en Madrid.

Milei, a quien desde el Gobierno español se calificó previamente de fascista y consumidor de ‘sustancias’, cometió, indudablemente, una descortesía formal, pero de ahí a tener un motivo para que España retire con «carácter permanente» a nuestro embajador en Buenos Aires media un abismo, que solo se explica porque estamos a tres semanas de unos comicios europeos que Sánchez se toma como una reválida, y porque Vox y el PSOE son, en el fondo, socios estratégicos preferentes, pues se sustentan el uno en el otro. Cuanto mejor le vaya a Vox, mejor para el PSOE.

Mientras tanto, testigo de excepción de este sainete, Alberto Núñez Feijóo trata de desmarcarse de los discursos apocalípticos de los actores principales de la función y transmitir un poco de sentido común en esta casa de Tócame Roque en que se ha convertido la política española. Pero su esfuerzo topa con las zafias consignas de los corifeos del sanchismo, encabezados por el monaguillo del presidente, el ministro José Manuel Albares, inasequible al desaliento para rizar el rizo del ridículo más espantoso. Que Albares sea diplomático de carrera no deja de ser una pésima noticia para nuestra política exterior actual y futura.

El ministro no abrió la boca cuando, mucho antes de la visita mitinera de Milei, el mamporrero de cabecera de Sánchez, Óscar Puente, llamó drogadicto al mandatario argentino. Milei, sin duda, es un populista que, como nuestro presidente, se mueve como pez en el agua en la brega mediática de baja estofa, pero que, a diferencia del madrileño, ganó las elecciones con 14,5 millones de votos, sacándole tres de diferencia al candidato peronista aliado de los socialistas españoles, en un país de población algo inferior a la de España. La legitimidad democrática de Milei es, pues, incuestionable, y calificarlo desde el gobierno de fascista o drogadicto es un insulto gratuito a una nación hermana.

Lo más chusco del asunto es que Sánchez sobreactúa porque quien fue acusada de corrupción fue su mujer, Begoña Gómez, incursa en una investigación judicial por delitos de tráfico de influencias que, de acreditarse, salpicarían al propio presidente. Gómez se está convirtiendo en la nueva Carmen Polo de Franco del siglo XXI, la cónyuge influyente e intocable del líder supremo.

En cualquier caso, ni Sánchez es España, ni encarna al Estado, sino a un gobierno sectario y paralizado sostenido por minorías radicales. De modo que no, por más que quiera secuestrarnos para que los españoles nos sintamos cómplices de esta pueril estrategia de confrontación, la inmensa mayoría de nuestros compatriotas no se ha sentido concernido ni ofendido por los excesos verbales de Milei.

Y no podemos olvidar que en nuestro país convivimos con más de 350.000 argentinos -equivalentes a la población de Bilbao-, y que los lazos de sangre, historia, cultura y comercio con Argentina nos obligan al entendimiento con su gobierno, por más que Sánchez y Albares pretendan seguir engrosando la antología del disparate patrio.