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Dice la periodista y escritora Cristina Martín Jiménez que hace tiempo que ha comenzado la III Guerra Mundial, solo que esta vez no ha iniciado en el campo de batalla, como las demás, sino en el ámbito de la educación y la cultura. Una forma perfecta de mantener controladas a las masas es privarles del conocimiento, cortar la posibilidad de análisis, de profundizar en el argumentario de uno o de otro y de llegar a sus propias conclusiones a través de la información y la reflexión. Hace casi cincuenta años, recién terminada la Dictadura, había intelectuales que se paseaban por los platós televisivos para generar -además de audiencia- debate. En las casas solo había una tele y la programación duraba unas pocas horas. Existía la radio, pero estaba mal visto encenderla durante las comidas y cenas, lo que propiciaba la necesidad de hablar, conversaciones que se prolongaban durante horas en la sobremesa los fines de semana. Padres e hijos, tíos y abuelos planteaban cuestiones morales, políticas, religiosas, artísticas, económicas y sociales en un país donde estaba todo por hacer. Hoy es impensable. El móvil lo domina todo; a los jóvenes no les interesa hablar porque creen tener siempre razón y así la controversia es imposible. La dictadura de las redes marca opiniones y tendencias. Salirse es igual a un suicidio social. La «cultura» woke lo arrasa todo y su instrumento ante la discrepancia no es el diálogo, sino la cancelación. Si no estás de acuerdo, estás muerto. Silenciado para siempre. Es un modo genial de uniformizar el mundo. Adiós a la rebeldía. Si miramos la literatura masiva que se publica, la música, el arte contemporáneo, el cine… la cultura está acabada. Y nosotros, con ella.