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Como la mayoría de españoles de mi generación padecí una educación, tanto en el entorno familiar como en el reglado, totalmente franquista. Entonces, muy pocos podíamos dudar que aquello pudiese tener alguna alternativa. Afortunadamente para mi futuro, cursando el sexto curso del bachillerato, por la asignatura de Historia del Arte descubrí la obra de Joan Miró. No ocurrió por intención de la asignatura ni incluso por la del profesor, aunque éste fuese determinante, sino a una total casualidad. La casualidad es una de las principales características que se han dado en la ocurrencia de los hechos que más han marcado mi vida. Y este descubrimiento fue tan vital para mí que incluso hoy, más de sesenta años después, puedo decir que la obra de Miró sigue siendo mi mayor fuente de discernimiento con la que cuento en la vida.

La obra de Miró, desde aquella visión, además de orientar mis caminos estéticos, me iba advirtiendo de forma pausada pero constante, que la educación que había recibido no era la que más podía armonizar con mi personalidad. Que con capacidad para protagonizarlo, había otro modo de ver e interpretar el mundo más acorde con los tiempos que corrían. Pero pasé un tiempo sin ser capaz de adoptar el cambio que la obra de Miró abiertamente me señalaba. Durante ese tiempo de dualidad personal me comportaba un poco como el personaje del intrigante cuento El Doctor Jekyll y Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson editado en 1886. El protagonista de este cuento, durante el día ejercía como eficiente doctor Jekyll y por la noche hacía sus travesuras como Mr. Hyde, un personaje social y humanamente perverso. En mi caso, mantenía en la vida social un comportamiento acordado con el ideario social existente y en la intimidad lo iba adaptando a lo que me iba inspirando la obra mironiana y sus aledaños. Desde aquel lejano día de sexto de bachillerato de 1961, hasta los comienzos de 1974, esa dualidad cada día me resultaba más ostensible e insostenible. Entonces, el dos de marzo se consumó el asesinato a garrote vil, en la cárcel Modelo de Barcelona, del anarquista catalán Salvador Puig Antich.

Aquel asesinato me hizo despertar, un despertar que se había iniciado de alguna manera una docena de años antes, pero que debido al ambiente mantenía solapado con dudas cada vez más inquietantes. En un viaje que realicé a Madrid en el año 1975, exactamente el día 28 de septiembre, al levantarme miré el periódico que me dieron en el hotel, en el cual se notificaba que un grupo de varios etarras y algunos miembros del FRAP, condenados a muerte, habían sido fusilados. Era evidente que Franco quería dejar muy claro y explícito su testamento.

Con esa experiencia y la anterior ignominia a Puig Antich, se colmó mi vaso. Por lo cual ya no podía ocultar la aflicción de tener que vivir en un Estado criminal. Entendí con toda claridad que ya me era imposible seguir separando el día de la noche como hasta entonces. Pasé unos años viviendo en una situación de grandes recelos hasta que volvió Joan Miró a rescatarme. No recuerdo exactamente la fecha ni el lugar; pero de alguna forma me enteré que Miró había ejecutado un tríptico, en el cual cada cuadro medía 267x351 cm, como homenaje a Salvador Puig Antich. Habían sido realizados el 9 de febrero de 1974; es decir, entre la sentencia de muerte y su ejecución, que fue el 2 de marzo de aquel año. Este tríptico lo tituló L’esperança d’un condemnat a mort y actualmente está en la Fundació Joan Miró de Barcelona. Con esa información decidí comportarme día y noche lo máximo posible como el doctor Jekyll y renunciar a Mr. Hyde.

A muchos mallorquines, menos mironianos que el que suscribe, este artículo quizás les sonará algo distante, tanto en el tiempo como en el espacio. Pero los que lo ignoren deben saber que las dos mujeres que compartieron la fecunda vida con Miró (Pilar) y la trágica con Puig Antich (Margarida) ambas eran mallorquinas. Quizás las mallorquinas, aunque sea de manera interpuesta, se expresan con mayor sinceridad y coraje que los mallorquines.