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En Francia han decidido que aquellos restaurantes que recurran a los productos de quinta gama deberán anunciarlo en sus cartas. Este país que venera su gastronomía también se ha visto corroído por la comida precocinada en grandes naves industriales que luego se vende a precio de menú degustación. En Mallorca no estamos exentos de semejante actividad: sale a cuenta. Los tartares de salmón, croquetas de boletus o el canelón de carrillera con aceite de trufa se expanden, mientras desaparecen las sopas mallorquinas y las berenjenas rellenas porque dan mucho trabajo. Y además, no hay mano de obra, que huye despavorida de las Islas. Basta con recalentar en el microondas y ya está el plato. Los franceses, que son muy de cuidar su cocina, avisarán al cliente de cuándo come algo precocinado y así defienden al chef de verdad, que se lo trabaja y lo pelea. Lo mismo ocurre ya en Alemania e Italia. ¿Es ilegal vender comida industrial? No, pero no es ético hacerlo y luego vender una ‘experiencia gastronómica’ en un local con plantas de plástico y rincones instagrameables.

Lo mismo pasa en la literatura. Hay un movimiento contra el uso de negros literarios, que se esconden para escribirle libros a fachadas ficticias vestidas de intelectuales incapaces de juntar dos letras. Una literatura industrial que se aprovecha de la precariedad de las humanidades para encargar novelas prefabricadas. La sueca Camilla Läckberg ha tenido que salir a defenderse tras conocerse que usa negros literarios y los hay que ya tiran de IA. Pero al lector, igual que al gastrónomo, no se la cuelan. Qué pena de libros y croquetas insípidas y lamentables.