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La semana pasada recibimos sin sorpresa la noticia de que la mayoría de los hoteles de Balears ya han abierto sus puertas a la espera de un nuevo récord de turistas para Semana Santa. Como las reservas se llevan a cabo cada vez con mayor antelación, todos los actores del sector turístico ya se están frotando las manos. Este invierno pasado -que en realidad de invierno no ha tenido nada- entraron en Mallorca casi 225.000 pasajeros más que el año pasado. Una auténtica barbaridad. Yo, por si acaso, ya me he paseado por el centro de Palma y me he despedido de él hasta el año que viene. En primavera, verano y otoño es del todo imposible hacerlo sin agobios. Desde esta semana entramos en una especie de vorágine turística que lo invade todo, cual si se tratara de una plaga. Esta noticia, que se supone que debe alegrarnos, a mí me deja bastante decaída. Saber con tiempo que la vamos a recibir no impide que algunos resoplemos y soltemos algún apagado quejido. Porque por mucho que sepamos que algo malo va a ocurrir -como la llegada de una plaga-, somos incapaces de ponerle freno. Incapaces de hacer algo que nos suavice la situación. Da igual que se repita año tras año y, encima, incrementado en más de un diez por ciento. Cada año es como si fuera la primera vez. Supongo que una no se acostumbra con facilidad a las plagas. Y aunque desparasite el patio y las alcantarillas para que las cucarachas no se escabullan hacia el interior de las cocinas, las cucarachas encuentran un hueco secreto y se plantan al pie de las despensas. Y nos da siempre el mismo asco que la primera vez. Como decía, ya me he despedido del centro de la ciudad hasta el próximo invierno. Pero de las cucarachas, parece que no. Ayer mismo, la primera de la temporada se coló por la galería y se quedó quieta bajo mi nevera. Quieta, sí, pero frotándose las antenas.