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La escalada de violencia y falta de seguridad debería preocuparnos mucho. Que se robe en la iglesia de sa Pobla la recaudación de un acto para beneficencia, se viole en Palma a una mujer que regresaba a casa o que los narcos dispusieran de una organización de tal dimensión, no puede dejarnos indiferentes y son pruebas manifiestas de que esta impunidad moderna está permitiendo un alto grado de criminalidad. La justicia es lenta y suave salvo que la violencia presente un matiz ‘de género’. Los derechos que no aplican a los buenos sí lo hacen para los maleantes y buena prueba de ello es la cautela de la policía ante un delincuente (incluso pillado infraganti) frente a la contundencia de las cargas contra los pobres agricultores. Todo ello está generando una sensación de impotencia enorme que podría derivar en unos preocupantes brotes de racismo. Es una reacción al progresismo intencionado que ha creado toda esta situación. Hemos perdido los pilares sociales que se basan en el respeto al prójimo, de su integridad personal y también de la patrimonial. Esos principios y derechos que los poderes públicos no protegen (o incluso se dedican a atacar con sus políticas intervencionistas) forman parte y son garantía de un sistema social que había funcionado relativamente bien. Ya he comentado en otras ocasiones esta espiral de miedo e inseguridad que no remiten y cuyo combate debería ser una prioridad digna de consenso. Lo peor de todo es que la realidad -la sección de sucesos siempre ha tenido grandes cronistas en este medio- nos enseña que aquellos en quienes debemos confiar son también los principales causantes de alarma y desconfianza social. El propio sistema tiende a la corrupción, el espolio y su desprestigio. Cuando la presente y desnortada democracia da cobertura a este tipo de hechos y trata tan bien a los delincuentes menoscaba nuestra confianza y, además, impide la aspiración de poder vivir con cierta tranquilidad. Algo que parece imposible y que va con esta globalidad que reparte por igual bondades y maldades. Lamento que resulte tabú poder informar y hablar de la nacionalidad de los delincuentes y que si un destacado mando policial expone una determinada conflictividad se le pueda linchar públicamente e incluso llegar a tildarle de racismo. El bonismo moderno es un gran enemigo y barrera si queremos lograr un entorno seguro. Debemos actuar con contundencia y deben agravarse las penas en aquellos delitos que atentan contra las personas. Vivir en sociedad y formar parte de ella conlleva deberes y ello parece haber sido olvidado. El presente no fomenta ese espíritu de respeto que, sin duda, requiere sacrificios. Implantar lo fácil lleva a la destrucción y esta adopta formas tan execrables como la criminalidad. Hay prioridades y en estas islas las alarmas ya hace tiempo que suenan, tanto como las excusas que impiden generar un entorno seguro para todos. Si no hay agentes toca dotar nuevas plazas y formar a los candidatos. Hay capital humano y nadie sobra en esta tierra, salvo los maleantes.