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Una noche me echaron de un estadio porque cerraban el campo tras un partido del Mallorca, pero todavía me faltaban textos por mandar al periódico y el portátil necesitaba corriente eléctrica urgente así que me metí en el primer bar que encontré. Resulta que era un bareto donde se concentraban los ultras del equipo local, pero la necesidad de mandar los textos fue superior a los temores lógicos de meterte en la boca del lobo. Los ultras iban ultraborrachos y tenían una mirada ultraviolenta. Llevaban chaqueta acolchada, vaqueros ajustados a los tobillos y, cómo no, cabeza rapada. Yo solo les igualaba en lo de la cabeza rapada, al menos en la parte de la coronilla. Al entrar en el bar se giraron todos con esa mirada ultraintimidatoria. El reloj avanzaba y solicité si podía enchufar el portátil y de paso pedí también una jarra de cerveza porque de pedir un zumo me hubieran aniquilado por provocador. El enchufe estaba en la mesa cercana a los ultras más ultras. Me puse a lo mío hasta que uno de ellos me preguntó por la opinión de su equipo ante la mirada inquisitoria del resto de sus colegas. Su equipo, por cierto, había perdido. Me delató la acreditación colgada, por eso me preguntó. Grave error el mío. Debía ser prudente en la respuesta, pero sincero, así que le dije que percibí calidad en su equipo, pero añadí que faltaba compromiso. La falta de compromiso es un recurso muy útil en el fútbol y en la vida, porque lo dices todo y no dices nada. El ultra se quedó pensando si me dejaba vivir un par de horas más o acababa conmigo allí mismo. Sin embargo, me contestó que estaba de acuerdo y me perdonó la vida. Desde entonces, cuando alguien me pregunta por algo y no tengo una respuesta clara, contesto que falta compromiso. No dices nada y lo dices todo. Y sigues vivo.