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Hace veinte años no sufríamos la dictadura de TripAdvisor ni las redes sociales, así que los sitios buenos para comer eran un secreto que ibas susurrando en el oído de alguien que te caía bien. O buscabas el consejo gastronómico de las guías de viaje o los entendidos en el tema. El mejor restaurante que recuerdo no era ni un restaurante: era un antiguo establo, con una puerta diminuta que, para traspasarla, tenía que agacharme. Las paredes eran de piedras grises, los bancos de madera, una mesa sencilla a compartir con desconocidos. Apenas cabíamos una docena de personas. En el pueblo de mi madre, en Piedrahita, provincia de mi madre, dos mujeres atendían el antiguo establo y daban de comer siempre lo mismo: sopas de ajo, judías del Barco de Ávila, cochinillo al horno y tarta de la abuela. No había lugar para improvisaciones ni invenciones. Era eso o nada. La casa de comidas cerró y las recetas antiguas se han perdido en el cementerio.

En Valdemimbre, provincia de León, hay otro restaurante que en realidad es la casa de una señora con cuadros de gatos hechos con punto de cruz y tapetes de ganchillo en las mesas. Allí solo se come bacalao. Y punto. No sale en TripAdvisor y ninguna influencer se ha dejado caer por allí, lo que agradecemos mucho los que aún queremos comer sin zarandajas ni experiencias sensoriales. En Mallorca nos sobran prescriptores y creadores de contenido que inundan rincones secretos. Ya no existen por culpa del algoritmo. Hay una pastelería que tenía colas por su croissant roll que ahora ya nadie quiere. Nuestras casas de comida, esos paraísos sencillos e infalibles, deberían ser secreto de Estado.