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Todo siempre es esencialmente igual: todos tienen que financiar la política, todos tienen que lidiar con una corte de aduladores muchos de los cuales son aprovechados, todos tienen que ser un poco demagogos para captar la atención del público, todos han de hacer de showmans si quieren sobrevivir, todos sobreactúan cuando el rival ha sido pillado haciendo lo que ellos mismos hacen secretamente.
Por eso la secuencia de Gürtel, Palma Arena, las mascarillas o Filesa es idéntica. Sólo cambian los intérpretes de la comedia. Y las hinchadas que gritan consignas estúpidas, sin sentido. Una misma obra, con la misma trama, en la que sólo cambian los que aplauden.

Lo que vemos estos días con las mascarillas se resume en una serie de roles que un guionista debería estandarizar.

Primero, la hipersensibilidad con los que sufren. Siempre hay una gran hipérbole: la defensa de los niños, la lucha contra el mal, la indignación ante el abuso sexual o, como en esta obra, hacer de las mascarillas una cuestión de vida o muerte mucho más allá de la realidad. Cuanto más serio y urgente sea el asunto, más se tolerarán los desvíos en el precio.

Segundo, el ‘modus operandi’: nunca es el jefe quien se ensucia directamente, siempre hay un intermediario que es discreto, que no deja rastro y que acepta inmolarse si fuera menester. No era imprescindible que fuera un portero de puticlub, pero es lo que hay. Se opera a partir de sobreentendidos: cuando se cree que es un proveedor bendecido, se hace y se calla. Cuando en Canarias se dudó de una empresa que nunca se dedicó a las mascarillas, todos callaron. Por eso la queja en Baleares llegó cuando ya se iban a casa y hubieran quedado demasiados rastros.

Tercero, el apasionante rol de los socios de coalición. Los partidos minoritarios (Més y Podemos en la izquierda, Vox o Ciudadanos del otro lado) conocen los problemas de PP y PSOE para financiarse. Como socios leales, colocan cortafuegos para no salir salpicados, pero no hacen nada para apagar el fuego, para obstruirlo, no sea cosa que se carguen el pacto. Sólo exigen salir indemnes en caso de incendio para poder decir «yo no sabía nada» y que alguien les crea. Este papel en Baleares llegó a ser repugnante mientras compartían gobierno con Unió Mallorquina.

Estos estercoleros se suelen conocer porque siempre hay alguien que se enfada. Es que ganar dinero sin mover un dedo provoca envidia. El eslabón que se rompe más habitualmente es el del intermediario al que apenas le ha tocado el maná y que, en cambio, ha visto cómo otros se lo repartían. O, como me da la impresión que es este caso, porque algunos fiscales están enfadados y se han puesto a trabajar. No es habitual, suele darles mucha pereza, pero en este caso parece que hubiera malestar acumulado.
Es igualmente apasionante el papel de la oposición: tras comprobar primero que en su propia casa no se corre riesgo alguno de ser descubiertos en este mismo caso –ha habido situaciones, muy inteligentemente diseñadas, en las que algunas constructoras los tenían a todos pillados, por lo que siempre reinó el silencio–, se lanza al ruedo con una indignación cósmica, como si aquello les sorprendiera, como si nunca hubieran imaginado nada así. Hay que ser grandísimos actores para interpretar estos papeles de forma convincente, pero lo hacen magistralmente.

Los más brillantes son los papeles estelares de los afectados. Lo clave es tener una coordinación central desde donde, a golpe de pinganillo, se construye la narración: tras la sorpresa porque jamás habrían imaginado corrupción en casa, viene la dureza: «si fuera así, que caiga quien tenga que caer»; «con nosotros, el que la hace la paga», etcétera. Un equipo diseña la secuencia para controlar el flujo de la información: qué se sabe, cuándo va a saltar, qué alternativas existen. Hay que poner cortafuegos rápidamente, caerán cabezas pero en orden para controlar los daños: si se puede, que sea culpa de un ajeno; si no, de uno nuestro que se volvió loco. «Que se vaya; ya le arreglaremos lo suyo, cuando el temporal amaine» –y erradicamos el mal.

Yo no sé hasta cuándo el público comprará entradas para este teatro que es como las comedias de enredos: las hemos visto mil veces, desde el primer momento sabemos cómo acaban, pero nos divierten, nos entretienen y siempre tienen público. En la política española pasa lo mismo: la historia se repite con diferentes nombres, aunque esencialmente es lo mismo. Aunque, corremos el riesgo del hartazgo porque la historia se parece demasiado. España se ha quedado atrapada en el mismo juego.
Cuando la audiencia no compre este teatro será para echarse a temblar.