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Hasta el apellido tenía elegante. José Raúl Capablanca nació en 1888 en La Habana, cuando Cuba era una provincia española. Su padre era un oficial del Ejército español y viéndole mover las piezas el pequeño Capablanca aprendió a jugar al ajedrez a los cuatro años. Y se convirtió en el Mozart de las 64 casillas. Un niño prodigio invencible. La isla se le quedó pequeña y recorrió Europa y Estados Unidos, en busca de rivales de su talla. Misión imposible, porque Capablanca solo había uno. Glamuroso, virtuoso, con un fino humor, se hizo imprescindible de las grandes fiestas de la época. Las mujeres suspiraban por sus favores. Y él por los de ellas. En 1921 aplastó al campeón del mundo Emanuel Lasker y se coronó como el rey indiscutible. Pero lo curioso es que Capablanca nunca entrenaba, ni estudiaba ajedrez. Sólo quería devorar la vida. Y perderse en finas alcobas de apasionadas señoras. Fue embajador, actor y se llegó a casar en segundas nupcias con una princesa rusa. Una vida de película que empezó a languidecer en 1927, cuando el frío y metódico Alexander Alekhine, su némesis, le derrotó. No podía haber dos jugadores más distintos: el cubano, con un don innato, divino; el ruso francés, una máquina de estudio, gélido como un témpano. Uno encantador; el otro, huraño. Las dos caras de una moneda. Alekhine, cruel como pocos, nunca le dio la revancha y Capablanca se desplomó un 7 de marzo de 1942 en el club de ajedrez de Manhattan. Murió de una hemorragia cerebral. Segundos antes, había rozado con sus dedos la dama. Su pieza favorita. En todos los sentidos.