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Si algo permanece invariable en cualquier Constitución democrática, por ser la esencia de la misma, es la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. Y así lo reza la CE en el artículo 14. Y para que esto sea posible es preciso «un conjunto de equilibrios y contrapesos capaz de garantizarlo, desde el primero al último, incluyendo a los gobernantes», art. 117.3. Pues bien, en estos últimos años, el Gobierno de Sánchez se fijó como objetivo dejar maltrecho el principio de igualdad.

El primer empeño fue establecer dos modos de aplicar las leyes: uno para el común y otro para los poderosos. Quien roba una gallina, irá a la cárcel, pero aquellos privilegiados amparados por su poder, ya podrán haber constituido una asociación para delinquir, como un juez estimó de la familia Pujol, o bien, como es el caso de Griñán, ser el principal responsable del saqueo de los ERE de Andalucía, que, por un motivo u otro, ay, se librarán de la mazmorra.

Se ha aliado con fuerzas políticas que cuentan con delincuentes convictos por intentar cargarse el Estado; ha indultado a sediciosos o a terroristas, eso aún está por ver; ha cambiado el Código Penal a su dictado; y, ahora, está colocando, por imposición de sus socios, en los cimientos del Estado democrático, la bomba que lo hará estallar por los aires, en forma de ley de amnistía.

Para ello ha tenido que acorralar a los jueces desde la tribuna de oradores, llamar fascistas y prevaricadores a los que se han opuesto a firmar sentencias en su beneficio; firmar un documento con Junts por el que los jueces del ‘procés’ puedan ser juzgados por haberles condenado; prestarse al infame chanchullo de la fiscal y ministra Delgado; soportar que a su fiscal «pues eso» el TS le acuse de «desvío de poder»; montar el vergonzoso control ideológico del TC del 7-4 por el magistrado afín Conde Pumpido, cuya toga tendrá que pasar por la tintorería una vez más; y torcer la voluntad del fiscal, que ya tenía redactado un informe no favorable a sus intereses.

Lo que nos está pasando es tan grave como incomprensible, los ciudadanos no sabemos dónde encontrar la salvación, si en Bruselas en Washington o en Lourdes, porque al enemigo lo tenemos en Madrid, Barcelona y Waterloo.