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Me pregunto qué dirían los grandes filósofos del pasado si levantaran la cabeza y pudieran ver en qué se ha convertido la sociedad del mundo desarrollado. Porque yo imagino que en aquellos lugares donde todavía es un gran esfuerzo vivir y comer tres veces al día la gente no está para según qué tonterías. Me refiero a la última patochada que se ve en redes sociales, el transespecismo. Quiero creer que cualquier psiquiatra considera que estos individuos, que de pronto sienten que no pertenecen a la especie a la que sí pertenecen, padecen algún tipo de transtorno más o menos grave. No es que no los comprenda, claro que sí, quizá sea totalmente sincero al desear ser un pájaro, una ballena o, quién sabe, una mosca cojonera. ¿Por qué no? A mí me parece todo bien mientras no molesten. Pero, a ver, sí que les pediría un poquito de coherencia. Porque cuando uno reniega de la raza humana y se entrega, como he visto hace poco en una joven, a la quimera de ser un pony, debe serlo con todas sus consecuencias. A la chica la vemos completamente vestida, con pantalones, bragas –supongo–, una camisa y hasta un collarcito de perlas. Luego se pone un ronzal, unas orejas de cuero, lanza un par de relinchos cuquis y deja que la acaricien y le pasen el cepillo. No, señora, un pony anda en pelotas por la vida, come alfalfa, pisotea su propia mierda –sin calzado– y es incapaz de quitarse las pulgas o de limpiarse el culo. Si de verdad abrazas la naturaleza de otra especie debes hacerlo a las duras y a las maduras, como todo en esta vida. El resto, ese pataleo nauseabundo, esa enfermiza necesidad de llamar la atención, y ese patético respaldo de sus amigos y familiares, no es más que síntoma de delirio.