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Hoy les hablaré de la invisibilidad, cosa que en estos momentos es un bien muy preciado. Antes era un incordio ser invisible. En mi caso, cuando era niño, era invisible cuando se elegían los dos equipos en el patio para jugar al fútbol. O no me escogía ninguno de los capitanes o me dejaban para el final y me situaban de lateral. Antes el más malo jugaba de lateral, no es como ahora que si no eres Roberto Carlos no eres nadie. Cuando fui adolescente fui invisible para las chicas, aunque esto más o menos nos ocurría a casi todos. Con el tiempo, algo más mayor pero no más listo, traté de ser invisible en la mili, pero por mucho perfil bajo que exhibí, me resultó inviable. A las dos horas de entrar en el cuartel ya estaba pelando tres toneladas de patatas. Me vieron venir. Dejé también de ser transparente para los bancos, esos que prestan dinero. Estos siempre te ven... si les interesa verte. Ahora, con las redes sociales (Facebook cumple 20 años este 2024), mucha gente ha tratado de tener una visibilidad envuelta de notoriedad de la que ha carecido casi toda su vida, pero también con el paso del tiempo han ido abandonando toda exposición pública con el fin de pasar más o menos al olvido. Lo que antes era el dedo que te salvaba o te destrozaba (pulgar arriba, pulgar abajo), ahora es el que teclea en Twitter y ese dedo es un capullo porque suele ser traidor. Te dejas llevar por él, escribes cualquier idiotez pensando hacer una gracia y tienes un cristo montado a los cinco minutos. Entonces quieres desaparecer, volver a ser invisible. Entonces, solo entonces, te das cuenta de lo maravilloso que era ser transparente y de que habría sido mejor meterte el dedo en la nariz.