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Siempre que me toca elegir algo a cara o cruz, suelo equivocarme. Me ocurre en el supermercado. Hago lo que hacemos todos. Al acercarme a la zona de cajas, llevo a cabo una visión general de la situación. Observo entonces una cola que parece desvanecerse rápido y elijo ese lugar. Llego satisfecho y entonces... sucede. O hay que reiniciar el datáfono o a alguien se le ha olvidado pesar las manzanas y, claro, la balanza está en la otra punta. Y en ese instante, la otra cola, la que era infinita y descarté porque podía pasarme ahí días y noches e incluso estaciones del año enteras, empieza a ir como un tiro. Es lo que sucede cuando te lo juegas todo a cara o cruz. O ganas o pierdes. Yo suelo perder. Cuando depende de mí, siempre pienso dos veces o tres lo que tengo que hacer. El otro día fui a la revisión del dentista y, tras una exploración minuciosa, indicó que debía extraerme una muela. Agarró la agenda el doctor en cuestión y me dijo: «Mañana tengo un hueco». Le dije que no. Que yo no me precipito en según qué decisiones. Le dije eso de ir partido a partido y que necesitaba unos días de mentalización. Volteó la hoja y señaló la semana siguiente. «Aquí también tengo un hueco. El miércoles tarde». Y entonces agarré el móvil y consulté el calendario de fútbol y le dije que tampoco, que era semana de Champions. Tras un resoplido, me contestó que eligiera yo día y hora y le comuniqué que no podía someterme a esa presión, que ya hablaríamos. Hay decisiones difíciles que no son a cara o cruz, pero que requieren de valor; un valor del que, evidentemente, carezco. Tal vez si Pedro Sánchez hubiera meditado bien sus pasos y albergado el valor necesario para decir que no en su momento, no habría vendido su alma al diablo como lo ha hecho. Porque el diablo siempre quiere cobrarse sus deudas.