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En su momento, celebré la aparición del primer banco de fotografías, Flickr. Aún debe de existir. Mi alegría no se debía a que me permitiera subir mis fotos, sino a que me ofrecía suficiente material ajeno como para yo desentenderme de fotografiar los lugares que visito. ¿Para qué dedicarme tontamente a buscar un ángulo, a esperar que se quite aquella parejita, si total todo está disponible en la red, con más calidad de la que yo puedo llegar a conseguir?

Después apareció YouTube, un Flickr con movimiento: siempre hay quien lo filma todo y lo sube a la red, de manera que mis recuerdos están debidamente almacenados por los demás. Basta con quitarle el sonido para poder rememorar el viaje sin escuchar lo que no interesa. Más tarde descubrí una pléyade de videobloggers que suben los vídeos sólo con sonido ambiente, lo que los hace audibles.
De manera que debo de llevar diez años sin sacar más que unas pocas fotos en cada viaje. Nunca de lo monumental sino de detalles que me llaman la atención, de lo que quizás nadie más ha visto o ha querido ver. Recuerdo ahora mismo una caja llena de gatos en Tetuán o las alcantarillas de las que sale el aire acondicionado en las calles de un barrio de Qatar. Da igual, tampoco las vuelvo a mirar nunca más, salvo en casos excepcionales.

Lo mío no es muy frecuente, pero sí gratificante: siempre quise viajar sin tener que pensar en la cámara, en registrar lo que veo. Para mí, la actitud ante el entorno cuando no se piensa en fotos cambia: el centro de la visita es lo que se tiene delante, es el ambiente, es la gente, es la realidad, el sonido, los olores, nunca cómo va a quedar registrado.

Ahora estuve en Egipto con unos amigos. Casi siempre viajo con muy poca compañía, porque no disfruto de esperar en un autobús a que alguien termine de acicalarse porque se quedó dormido. Esta vez, sin embargo, no pude evitar viajar en grupo.

Y me vino bien para ver cómo están evolucionando las preferencias de la gente. O quizás debo decir más precisamente cómo Instagram está cambiando a la masa. Baste decir que diez días después del viaje todavía estaba borrando fotos de mi móvil, inundado de todo lo que mi grupo había registrado, que era absolutamente redundante e irrelevante, y que compartían por Whatsapp. Aquí sí que no saqué ni una foto: sobraban móviles para reemplazarme.

Pero hoy veo que las cosas, en estos años en que yo me he desentendido de la imagen, han ido en sentido contrario al que he ido yo. Tanto en Abu Simbel como en las pirámides, el guía tenía indicaciones exactas de todas las fotos bonitas que se podían sacar: «subes a aquella colina, la vista es estupenda»; «el contraste del lago se ve muy bien desde este otro lugar». O sea que si antes los viajeros hacían un recorrido por los monumentos, ahora lo hacen por los emplazamientos en los que se pueden hacer las fotos más ‘chulis’.

¿De la historia del monumento, de su contexto histórico, o de cómo se trasladó de un lugar a otro? Nada; eso no cabe en Instagram. No me atrevía a preguntar nada sobre los años en que fueron construidos o su secuencia temporal porque, francamente, eso hubiera estado fuera de lugar.
Los egipcios también han aprendido que los turistas no tienen interés en los monumentos más que como decorados para fotos. Por eso se nos acercan para decirnos que saben cómo sacar una foto maravillosa. En mi caso, nunca una gestión comercial de estos profesionales de la imagen ha ido más desencaminada: me importa un rábano de dónde se puede sacar una foto. «Mira, pon la mano así» y entonces te sacan una foto en la que parece que estás metiéndole un dedo en el ojo a la esfinge.
Yo eché mucho de menos hablar con egipcios. De hecho era imposible con tantos policías que no sé muy bien si nos protegían o nos aislaban. Pero mis amigos estaban encantados. No necesitaban para nada saber qué estaba ocurriendo en el país. ¿O es que eso se puede subir a Instagram?

En una llegada a un puerto, a una hora intempestiva, nos recibió un grupo que yo llamaría folklórico. ¿Los egipcios están en los puertos bailando a las mil de la noche? Para mí es un horror un espectáculo organizado por dinero para satisfacer a un turista que tiene cero interés por la gente y que únicamente busca los colores de las sombrillas giratorias porque le evocan anuncios publicitarios y puede grabarlos con su móvil.

No sé si es porque la gente se ha entregado a la esclavitud de la imagen o porque yo ya me he desvinculado totalmente de ella, pero me doy cuenta de que ya soy incapaz de volver a pensar en un destino turístico visitable por las fotografías.