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Este periódico publicó recientemente una noticia menor, aunque muy reveladora: denunciaba el malestar entre las asociaciones de vecinos de Palma porque el Ayuntamiento de Ciutat no les cedía torradoras para la noche de este 19 de enero, víspera de Sant Sebastià. Las torradoras son unas pequeñas estructuras de metal, construidas a partir de restos de sillas y de medios barriles metálicos usados, en los que se puede poner leña y hacer una torrada. Nuevas, estas torradoras cuestan 49 euros en Amazon. Las que los vecinos piden al Ayuntamiento de Palma, fabricadas con saldos, puede que no lleguen a valer siquiera veinte euros. Como es obvio, los vecinos piden estos artilugios para, en la Revetla de Sant Sebastià, poder hacer el fuego, torrar lo que deseen, y celebrar el santo. O convivir, porque del santo no se acuerda nadie.
El periódico informa de que se ha armado un gran revuelo en los grupos de Whatsapp de los vecinos porque el área de Participació Ciutadana del Ayuntamiento se niega a colocar las torradoras en sa Calatrava o Santa Catalina, dado que las necesita en otros lugares. Las ofrece, sin embargo, para Sant Antoni o para cualquier otro día, cuando no son necesarias.
Los vecinos también han reclamado una reunión con la regidora de Participació Ciutadana, Lourdes Roca, «para que nos explique por qué los vecinos de la Calatrava (...) no son considerados ciudadanos y para que nos aclaren qué consideran ellos Ciutat».
Los vecinos, con todo el derecho del mundo, quieren celebrar la Revetla, pero el coste ridículo de la torradora tiene que ir a cargo de la municipalidad. Esto es exactamente lo que se enmarca bajo el concepto de «participació ciutadana». La «participació» del ciudadano consiste pues en que el Ayuntamiento pague. De hecho, el área municipal encargada de estas cosas se llama así para camuflar la realidad: Cort paga pero eso no se etiqueta como «participació municipal», sino lo contrario.
En la mayor parte de las democracias europeas, en las sociedades avanzadas, los ciudadanos tienen arraigada la idea de que el poder va de abajo hacia arriba, de que cada uno tiene que poner de su parte para que la democracia, la vida colectiva, funcione. Lo que llamaríamos, en ese caso sí apropiadamente, participación ciudadana, o sea que los ciudadanos asuman su responsabilidad. Incontables actuaciones son vecinales.
Recuerdo cantidades de estaciones de tren en Europa que están cuidadas por asociaciones de amigos de la estación que, periódicamente, limpian, pintan y ponen plantas en los andenes; he visto voluntarios salir regularmente a limpiar un camino, o una zona de interés, porque así es como se construye la convivencia, por no mencionar la cantidad de ONG que, promovidas y financiadas por particulares, contribuyen a resolver problemas sociales. Aquí es al contrario: nos organizamos pero para poner la mano a las instituciones y que nos paguen.
En el colmo de las ironías, los vecinos que hablan con el periódico indican que quieren saber qué idea de Ciutat tiene el Consistorio palmesano, porque para ellos solo faltaba que sean los propios interesados los que tengan que pagar los veinte euros que podrían ser necesarios para tener una torradora. Raro que no le pidan al Ayuntamiento un listado de chistes para amenizar la Revetla. Y cuidadín, que si el municipio no responde, es que no los considera ciudadanos de primera. Vean cuán grave es la acusación: si no hay torradora, nos expulsan de la sociedad. No pasa nada en cambio si se denuncia absurdamente que Cort no cumple con el derecho a la torradora, parte de la carta de los derechos humanos. La manipulación del movimiento social es democrática, pero que los ciudadanos asuman su rol en la vida ciudadana es despreciarlos.
Obviamente, esto quiere decir que somos titulares de derechos, pero no tenemos la obligación de asumir siquiera esa mínima cuota de responsabilidad que supone montarnos la fiesta. Como concepción de la participación en la vida pública es para echarse a temblar.
Por supuesto, este episodio carece de toda importancia pecuniaria o política porque ya lo tenemos asimilado. He ahí su gravedad: es un símbolo de cómo las guerras políticas han terminado por secuestrar todo el movimiento social y hemos llegado a estos niveles de estupidez, donde por participación de los ciudadanos entendemos exactamente lo contrario.
Sin vecinos organizados con fines no políticos, sin tanta tontería en la cabeza, podríamos conseguir una sociedad más sana, o sea más democrática, donde pensemos más en qué podemos hacer por la comunidad que no al revés, qué nos podemos llevar de ella.