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Siendo muy joven, pasé unas vacaciones en un campamento de noreuropeos en Inglaterra. Hasta ese momento, únicamente me había relacionado con otros latinos, con quienes no había notado diferencias relevantes. O, por lo menos, nada comparable con el choque que tuve en esos tres meses con alemanes, americanos, ingleses, estonios y polacos. Entonces es cuando empecé a ver que somos muy distintos. Sea por la lengua, por el clima o por el tal Calvino, la verdad es que hay diferencias sustanciales que, en parte, explican nuestras prioridades en la vida. Mucho más tarde conocí algo de la cultura japonesa, cuyas diferencias con nosotros son aún mucho más notables.

Ciertamente, siento admiración por muchos de estos países. Uno se queda embelesado viendo como en varios de ellos todo funciona a la perfección. Lo de Japón es indescriptible. Tremendo. Que todos los conductores de taxis vayan con guantes blancos impecables me parece increíble, si no lo hubiera visto. Que la policía persiga el delito en bicicleta no puede menos que chocar.

Viene a ser exactamente lo contrario de lo que sentí cuando conocí Venezuela o Egipto: para resumirlo, nada funciona, todo es radicalmente caótico, azaroso e imprevisible. En Venezuela, la mili se iniciaba si en una calle cortada por los militares no se podía demostrar que se era extranjero o ya se había cumplido previamente con esta obligación. O si se tienen recursos, por supuesto. Sin embargo, una cosa es visitar estos países, estar unas semanas, sorprenderse por lo que se ve, notar los contrastes con respecto de España, y otra mucho más compleja es vivir allí. O intentarlo. De Caracas, uno huye en horas. Yo fui muchas veces pero creo que sólo en una ocasión no adelanté mi vuelo de regreso, incapaz de soportar más el caos. En Japón, en cambio, aunque todo es más placentero, la idea de vivir permanentemente no se me podría cruzar por la mente. Por lo contrario, por supuesto. Y por la insoportable carencia de ironía, de dobles sentidos, de sutilezas.

La vida exige un poco de sol, de luz, de vida en común, de socialización –incluso aunque uno no sea un fan de ello–, de imprevisibilidad, de caos. No demasiado, claro, pero tiene que haber improvisación, creatividad, sorpresa. Es un placer que el taxista te diga que no te quiere transportar porque el tren que está justo al lado será más rápido y barato. Pero esta perfección parece que exige al mismo tiempo que el empleado del banco te diga que no te puede hacer una cuenta corriente porque su manual se lo impide incluso sabiendo que ya tengo otra cuenta en ese mismo banco. Son incapaces de salirse del manual. Rígidos, inflexibles y cabezotas.

Cuando uno en Buenos Aires pide por una calle corre un riesgo muy alto de que lo manden en sentido contrario porque estas bromas demenciales son muy frecuentes; pero tampoco se crean que es soportable que el controlador del equipaje de Alemania te obligue a desmontar la maquinilla de afeitar porque a su criterio las hojillas son un peligro para la navegación aérea. En Gran Bretaña, durante la Segunda Guerra Mundial, al entrar a Dover, un conductor de coche se encontró con un cartel en la carretera que decía: «Atención, bombardeo en curso». Hoy, los cafés que se venden en vasos de plástico ponen: «Tenga cuidado, el café puede estar muy caliente y quemar» y en las calles hay advertencias delante de muchos charcos de agua que dicen: «Charco de agua».

El escepticismo de la sociedad es fundamental para sufrir menos. Nosotros no nos creemos nada a pies juntillas. Ni siquiera nos tomamos en serio al periodismo, aunque todos hacemos como si les creyéramos y nosotros nos comportamos como si tuviéramos algún tipo de ascendiente. Pero en el fondo todos sabemos la verdad: nadie cree seriamente en nada.

No sé las razones, pero para mí España (y probablemente también Portugal, Italia y Grecia) tiene el equilibrio perfecto entre seriedad y caos, entre rigor y desorden, entre disciplina e improvisación. Está bien intentar que todo sea perfecto, pero que en las estaciones de tren se emitan mensajes grabados pidiendo disculpas por los retrasos es absurdo. Les falta añadir el llanto del director de la empresa. Pero que en otros países la hora de salida o llegada del transporte sea una mera referencia sin valor alguno también es lamentable.

Todos en España sabemos que nunca hay que tomarse como definitivo el primer ‘no’ del funcionario con el que nos hemos topado. Siempre hay un arreglo empleando la seducción, la amabilidad y dando un poco de pena. Entre tener que sobornar y que el ‘no’ quede tallado en la piedra siempre me quedo con España.