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Un buen amigo, también periodista y también palmesano, suele recomendarme con una cierta frecuencia que me anime a hacer un crucero por el Mediterráneo o por el Caribe. Él ha hecho ya varios y cada uno le ha resultado fascinante y muy enriquecedor humanamente. «Tú lo que necesitas es hacer un crucero», suele decirme, sobre todo cuando me ve un poco bajo de ánimo por cuestiones políticas, económicas o sentimentales. En ese sentido, es posible que además de ir en barco necesite ahora mismo un par de alegrías consecutivas en alguno de esos ámbitos, pero estoy de acuerdo con mi amigo en que un crucero me podría ir también muy bien en estos momentos. Es cierto que antes me tendría que comprar dos o tres cajas de Biodramina, pero también es verdad que me encantaría poder desconectar de todo por completo y hacerlo precisamente en alta mar. Otro de los posibles alicientes de ese hipotético viaje sería que tendría la posibilidad de poder vivir un romance a la antigua usanza, lleno de glamour y de clase. Tengan en cuenta que de niño yo era una de esas criaturas que los sábados por la tarde no se perdían un solo episodio de Vacaciones en el mar, cuyo título original era El barco del amor. Mi amigo también veía esa mítica serie y, además, estaba convencido de que algún día encontraría a su alma gemela en un crucero, como así fue finalmente. Ocurrió por estas fechas, hace ahora justo un año. Ese crucero fue tan perfecto, que no solo encontró en él al amor de su vida, sino que el 6 de enero se topó también a bordo con los mismísimos Reyes Magos.