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El feminismo es tan antiguo como la Revolución Francesa y hace al menos cien años que se plantea las mismas cuestiones que ahora. Las mujeres, que somos mayoría, nos hemos visto relegadas a un segundo, tercer o cuarto plano por mor de que somos capaces de quedar embarazadas, parir y alimentar nuevos seres humanos. Y eso lleva acarreadas ‘cargas’ pesadísimas –mortales a menudo en tiempos pasados y hoy en territorios poco desarrollados– como la menstruación, abortos, partos, lactancias, loquios, menopausias, dolores de ovarios, hemorragias y problemas ginecológicos de todo tipo. Es lo único que nos diferencia de los varones. Hay mujeres que nunca han sido ni serán madres e incluso algunas que no han sufrido el proceso de reglas, anticonceptivos y menopausias por diversos motivos. Son mujeres también. Pero históricamente y hoy nuestra principal cadena es la reproductiva, a la que se añade que nos asignan los cuidados de niños, enfermos y ancianos porque tú lo vales. Es muy difícil resumir este delicado asunto en un artículo tan breve, pero estoy segura de que la mayoría comprenderá que las mujeres trans –que son mujeres en muchos aspectos– no han vivido ninguna de estas experiencias y eso las hace diferentes. No porque hayan nacido con otro género, sino porque les falta la principal ‘carga’ femenina. Por eso creo que la lucha de la mujer es distinta de la lucha LGTBI y trans, porque sus problemas y el origen de su discriminación son otros. Que también hay que defender sus derechos, por supuesto. Pero a mí, como mujer, me interesa que el Instituto de las Mujeres defienda por encima de todo los derechos de las mujeres. Los del colectivo trans y LGTBI quizá merezcan y necesiten otro instituto.