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No es ningún secreto que el ser humano es una criatura cuajada de contradicciones y carente de racionalidad, con una clara deficiencia genética para establecer asociaciones cognitivas verificables. Nos zambullimos, por ejemplo, en las orgías gastronómicas y en los aquelarres familiares, tan propios de estas fechas, como toros camino del albero, como mártires del compás navideño a ritmo de campanilleros con la gula desatada –un día es un día– y en espera del rejón de un cuñadísimo, el regüeldo verbal de la suegra –siempre tan querida–, la modorra en el sofá –ahítos de turrones y licores varios–, los paseos para rebajar, el puntito ansioso del sorteo del Gordo, las compras –¡Ay las compras, con las arterias comerciales de la ciudad como si fuera el jubileo!–, los regalos y esos amigos invisibles que nos proveen de cosas que no necesitamos. Tan portentosa capacidad disociadora es evidente.

Fieles a las tradiciones, tan alegres todos, arrancamos los festejos con un mensaje Real que nadie escucha –mejor no hacerlo, dado el orador– y las prisas por no perdernos el Cant de la Sibil·la, que nos anuncia el Apocalipsis pero que lo escuchamos como si fuera el anuncio de comienzo de campaña de El Corte Inglés. Como si el Apocalipsis ya no estuviera aquí: el genocidio de Gaza, las guerras del Yemen, Sudán, el mar Rojo o el Sahel, los millones de refugiados de Myanmar, el calentamiento global, el crecimiento de la ultraderecha y todo lo que queramos añadir. ¡Menudo 2023 hemos pasado!