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Tiene guasa que muchos de los que festejan la llegada, en el siglo XIII, del rey Jaume I a Mallorca se envuelvan estos días en la kufiya palestina y lloren lágrimas de sangre por los niños gazatíes masacrados por las bombas israelíes. Lo digo porque, salvando las enormes distancias, lo que ocurrió a partir de aquel 31 de diciembre de 1229 en Palma fue bastante parecido a lo que padecen hoy los habitantes de la Franja. El cristianísimo Jaume de Aragón pasó a sangre y fuego a todo musulmán que encontró a su llegada, esto es, a la población entera de la Isla, gentes, familias, que llevaban en esta tierra varios siglos y que fueron quienes le dieron la forma que hoy tiene.

Se dice que los romanos establecidos aquí cultivaron solo especies de secano, como los cereales y la vid, y los árabes trajeron las acequias, los bancales, los aljibes y safareigs, los olivos, naranjos, limoneros y gran parte de lo que hoy consideramos típicamente mallorquín. Sus magníficas fincas agrícolas fueron decomisadas por la fuerza, algunos de sus trabajadores sometidos a esclavitud, otros asesinados, y aquí paz y después gloria. No era nada excepcional ni particularmente brutal en la época, como tampoco lo es ahora la guerra, cualquier guerra, que no consiste en otra cosa que en matar, herir, mutilar y provocar olas de dolor, sufrimiento y rapiña. Lo tristemente divertido de la situación es que hoy las izquierdas presumen de mallorquinidad, de cultura e idioma propios y abrazan la causa palestina, cuando en realidad, si miramos la historia con frialdad, los mallorquines de hoy están más cerca de la posición de verdugos que de la de víctimas. Pero así es la historia y nadie debe responder por los crímenes de sus antepasados.