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Antiguamente solíamos elucubrar sobre las cosas que la gente piensa, las preocupaciones, eso que se llama ‘mente colectiva’. Hoy no es necesario. Basta con trastear un poco en Google y otro poco en los comentarios de las noticias, el laberinto venenoso de Twitter y sitios así. Ahí se esconde la negra alma de nuestra sociedad. Nada que ver con lo que da a entender su rostro. El mundo es un lugar cruel y ese espacio de libre expresión es la prueba de ello. Buscando otras cuestiones, el otro día me di de bruces en el gran buscador con la palabra ‘usucapión’, que no había oído en mi vida. Cerca de ella un usuario colgaba una pregunta muy poco inocente: ¿Cuántos años hay que vivir en una casa para que sea tuya en España?

La idea me dejó temblando, porque parece saltarse a la torera todas las leyes de la propiedad privada existentes. Pero no, y ahí es donde entra en el ruedo la palabreja. Resulta que sí la conocía, no la palabra, sino la situación. La vivió mi abuela durante la Guerra Civil, cuando un obús destruyó su casa y el Ayuntamiento le cedió otra para que se instalara con su familia. Era una bonita villa de aquellas llamadas ‘ciudad jardín’ tan populares en la época. Había sufrido un incendio, pero era mejor que quedarse en la calle. Sus legítimos propietarios, socialistas, habían huido y seguramente rehicieron sus vidas en algún país de América Latina. Nunca la reclamaron. Mi abuela se quedó en esa casa hasta su muerte, en 1990. Treinta años después de la guerra pudo legalizar la situación y convertirse en propietaria legítima, ante notario y con todas las de la ley. Eso es la usucapión. Hoy, signo de nuestros tiempos, son los okupas quienes pretenden hacerse con una propiedad sin comprarla. Qué listos.