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Para un Gobierno lo más satisfactorio es enfrentarse a micrófonos y cámaras y poder alardear de éxitos económicos. Los titulares benévolos son el bálsamo que ellos necesitan para torear las críticas. Y eso es lo que ha hecho Pedro Sánchez antes de partir a Irak a visitar a las tropas españolas desplegadas allá. Los datos de crecimiento, de desempleo, de nuevas altas en la Seguridad Social le avalan. ¿O no tanto? En un mundo en el que la cantidad prima siempre por encima de la calidad, España está perdiendo pie a marchas forzadas. Nos incitan una y otra vez –todos los partidos, parece que en esto izquierdas y derechas están de acuerdo– a multiplicarnos y hacernos fuertes por tamaño, como hacen algunos sapos y pájaros, que se inflan cuando quieren dar miedo. Esa lección la han aprendido bien en países como India, Indonesia y Nigeria, que parecen querer dominar el planeta en números. Nosotros, como lo de tener hijos no es viable, abrimos puertas a todo chichimochi y así hemos alcanzado lo nunca visto: 48 millones y medio. Según las estadísticas oficiales, ‘apenas’ hay tres millones de parados, aunque muchos creen que hay gato encerrado. ¿Por qué? España llegó a ser la octava economía mundial en 2003 y ahora cae al puesto número quince. Un retroceso que debería avergonzarnos a todos, porque es un gigantesco fracaso colectivo. Desde el Estado pretenden poner freno a la debacle a fuerza de natalidad, pero cuantos más seamos, si seguimos con esta productividad tercermundista, tocará a menos per cápita porque habrá que repartir entre más. Lo hemos visto ya en Balears, que va de capa caída desde hace décadas. Salarios marroquíes y precios monegascos. Ese es el futuro. Nada de lo que presumir, señor Sánchez.