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Acabo de llegar a Mallorca tras vivir una experiencia ecoambiental (antes visita turística): en medio de un desierto se ha construido un hotel fantástico, con más estrellas que un general chino. Pero el hotel se declara sostenible porque los amenities del baño están envueltos en papel de estraza y tienen el mango de madera. El color marrón de ese papel basto nos evoca la infancia, cuando comprábamos la harina en la esquina y el tendero la envolvía en ese papel. Así es cómo un mamotreto de setecientas habitaciones se hace sostenible. De la misma manera que un ministerio de Transportes deja de encargarse de coches, aviones y atascos cuando pasa a denominarse ‘de Movilidad’, centrando las miradas en lo humano. Los quince millones de turistas de Baleares, otrora depredadores de la naturaleza, pasaron de la noche a la mañana a ser agentes de la economía circular según el nomenclator de Negueruela en la Ley del Turismo de Baleares. España, gracias a Yolanda Díaz, ha conseguido el hito histórico de reducir el paro de forma espectacular al denominar «fijos discontinuos» a los que buscan empleo. Nuestro ayuntamiento de Palma dejó de tener un área de Urbanismo que lidiaba con el cemento; ahora, el mismo departamento se denomina ‘Modelo de Ciudad’ y se encarga de las entrañables sutilezas que hacen nuestra vida más agradable. Si no podemos o no sabemos transformar la realidad, cambiamos la denominación de la realidad y así modificamos su percepción.
Todo esto empezó hace algo más de un siglo cuando, casi simultáneamente, dos genios, Charles Pierce en Estados Unidos y Ferdinand de Saussure en Suiza, desarrollaron sus estudios sobre cómo las palabras se relacionan con los objetos a los que hacen referencia. Inventaron la diferencia entre significado, la cosa de la que hablamos, y significante, la palabra (signo) que representa al primero. Era el nacimiento de la semiótica, base del futuro ‘estructuralismo’, o sea diferenciar por un lado la realidad y por otro la representación de ella a través de palabras u otras estructuras de comunicación más complejas.

Más tarde, autores post-modernistas como Jean Baudrillard fueron aún más lejos al estudiar en profundidad la enrevesada relación entre la representación –la pintura, la escultura, el cine, la televisión, la fotografía– y la realidad original. Lo que inicialmente se concibió para re-presentar (volver a presentar) la realidad original, llega a adquirir autonomía y se desvincula del objeto al que aludía. Baudrillard la llama ‘hiper realidad’, que aparece cuando los significantes adquieren autonomía, vida propia. Sean palabras, fotografías, películas, lo que pretendía ser vehículo de lo tangible, se desvincula y rueda autónomamente.

Visto así, esto es un rollo porque a todos nos parece que no da para armar un lío político. Pero aquí desembarca el marxismo, necesitado de nuevos campos de combate una vez la lucha de clases se diluyó miserablemente, para enredarlo todo y mostrarnos su capacidad para retorcer la verdad a extremos ridículos y construir nuevas realidades alternativas. Añadan la proverbial estupidez de la derecha, habitualmente muy vaga y displicente con lo que no entiende –y no entiende nada– y tenemos el coctel perfecto para la confusión cultural en la que vivimos.

Hace unos días recibí un e-mail del periódico más ‘progre’ del mundo, The Guardian, que me decía que ellos sí se comprometen con el medio ambiente y por eso han cambiado el vocabulario que emplean para incorporar el ecologismo. O sea que si todos los periódicos del mundo emplearan un lenguaje diferente, la contaminación bajaría. Y si todos habláramos de ellos y ellas, se acabaría el sexismo. Y si a los pobres los llamáramos ‘vulnerables’ y no pobres, estarían mucho mejor. Ahora convivimos mejor porque ya no hay intolerantes sino gente con tolerancia cero, como si pudiéramos vivir sin ser intolerantes. En un bus de Madrid, vi un anuncio que dice: ‘Defiende una sociedad tolerante y denuncia los actos de odio. Odia al que odia’. Esta estupidez intrínsecamente delirante tiene una explicación: la alcaldía de Madrid es del Partido Popular.

Para mí, humildemente, centrarse en las palabras y no en la realidad es un autoengaño. Para mí es ofensivo que a un viejo le llamemos ‘tercera edad’, a un país pobre ‘en vías de desarrollo’, a un miserable ‘excluido’ o a un inmigrante ‘recién llegado’. Si aceptamos esta dinámica, habría que juzgar a Armengol por cómo viste y no por lo que piensa, lo cual es completamente inaceptable. El fondo es el fondo y la forma jamás debe dejar de ser un accesorio. So pena de acabar como estamos.