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La estrategia parlamentaria de Vox en Illes Balears daría para una tesis, y no precisamente de ciencias políticas. Nadie trabaja con más ahínco para que regrese un pacto de izquierdas que los cachorros insulares de Abascal. Mientras Negueruela y su troupe se hunden cada día más merced a las contradicciones, caprichos y felonías de su jefe, en el Parlament los socialistas encuentran en los ultraconservadores un inesperado aliado salvador que se empeña en agarrarlos del pelo para que no se ahoguen.

Reinventar inexistentes guerras lingüísticas en una comunidad que ya experimentó con crudeza lo que eso supone constituye una irresponsabilidad manifiesta. En la forma que lo plantea Vox es, además, un mero intento de llamar la atención que evidencia que en ese partido no hay más cera que la que arde.
Nadie, ninguna entidad patronal, sindical o de padres, absolutamente ningún colectivo con una mínima representatividad había cuestionado indiscriminadamente el modelo lingüístico de nuestras escuelas. Al contrario de lo que viene sucediendo tristemente en Cataluña, comunidad en la que la enseñanza en castellano está arrinconada desde hace años, en Balears ha existido siempre una variada y suficiente oferta de centros sostenidos con fondos públicos que impartían un porcentaje significativo de su propuesta educativa en lengua castellana, conviviendo, obviamente, con la catalana. El derecho a elegir queda garantizado. Vox no ha demostrado –ni siquiera lo ha intentado– que exista un colectivo de familias cuyo derecho a escoger esa oferta quede insatisfecho. En cambio, apoyándose en grupúsculos satélite como el llamado Plis, cuya representatividad es ínfima, pretende convertir en categoría general lo que, a lo sumo, puede constituir una anécdota. Si alguna familia no logra una plaza escolar para sus hijos que colme sus aspiraciones en materia de proyecto lingüístico, obviamente habrá que arbitrar las medidas adecuadas desde la Administración, pero eso no justifica dotar con 20 millones un plan piloto que, a buen seguro, tendrá una repercusión limitada.

Los extremos son igualmente nocivos y, en demasiados aspectos, se tocan. Tan nefasto es el colectivo docente que pretende que el castellano se aprenda únicamente en ámbitos extraacadémicos, como aquel otro que actúa únicamente por su irracional inquina hacia la lengua catalana.

La castellanofobia y la catalanofobia son primas hermanas.

Dicho lo cual, aquellos centros que deseen ampliar su oferta en lengua castellana –todavía no sabemos en qué condiciones reglamentarias– podrán disponer de recursos para ello. El papel lo aguanta todo, claro, y probablemente las cuentas del Gran Capitán que hace Vox se queden en mucho ruido y pocas nueces, y no porque el Partido Popular o el conseller Vera vayan a incumplir lo pactado, sino porque no hay tanta demanda social como pretenden hacernos creer.

Todo lo anterior no quita que convenga que desde la administración se revisen los criterios para aprobar la oferta lingüística de los centros públicos, puesto que me temo que se incumplen los postulados de la LEIB. Si los proyectos, según esa ley, deben adaptarse al entorno sociolingüístico del alumnado, es muy difícil de entender por qué en la escuela pública son casi todos idénticos.