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Con el cambio de mayorías políticas en Baleares y la perspectiva del fin de las llamadas medidas anticrisis y la elaboración de nuevos presupuestos en Madrid y en el Parlament, el transporte público y el servicio del taxi se sitúan de nuevo en el centro del debate. Apenas terminado el verano, la izquierda se ha volcado en el impulso a plataformas del transporte público exigiendo el mantenimiento de su gratuidad debiendo asumir el coste de la medida el Govern y el Ayuntamiento de Palma en el caso de no contar, como hasta ahora, con la subvención de los Presupuestos Generales del Estado. La iniciativa presentada en su día por Pedro Sánchez como la definitiva contra la inflación tuvo más que ver con la proximidad de las convocatorias electorales que con la crisis. El sanchismo ahora ya no tiene prisa, salvo por la exigencia de los canarios –su voto es imprescindible– de mantener el transporte gratuito, extremo al que confía añadirse el Govern de Marga Prohens y poder mantener el estatus actual.

Pero en Palma, el Ayuntamiento no se fía y plantea recuperar las tarifas de los autobuses de antes de la gratuidad, hasta que se concrete, si así sucede, la subvención estatal correspondiente. Las tarifas tienen un amplio abanico de bonificaciones: estudiantes, pensionistas, familias numerosas, residentes, menores de 17 años… Desde el sanchismo balear se hace hincapié que los palmesanos gastarán 440 euros de más en el transporte por culpa del Ayuntamiento. Los números que intencionadamente obvian son los del gasto de todos los ciudadanos, incluso lo que no utilizan el bus, para mantener la bicoca. El transporte público no es gratis. Absolutamente nadie objetará que se ayude a quienes tienen dificultades para pagárselo, pero en ningún caso con carácter universal, incluso a aquellos ciudadanos que pueden costeárselo. Porque, hay que insistir, el metro, el bus, el tren no son un regalo del destino. Lo pagamos todos.

El taxi, sin embargo, lo pagan quienes consiguen encontrar uno libre especialmente durante una temporada alta cada vez más extensa. El sector ha exhibido una vez más su poder de presión sobre la política y los grupos parlamentarios apoyarán una ley que pretende blindar al sector del taxi frente a posibles competencias, cegando los tímidos pasos que parecía quería dar el Govern del PP hacia la liberalización. El mes de junio, la llegada de las primeras unidades de una empresa de VTC (vehículos de transporte con conductor) levantó una enorme expectación ciudadana y una clara unanimidad en la expresión ‘ya era hora’, ante la perspectiva de una sustancial mejora del transporte público.
Las sentencias de tribunales nacionales y europeos en otras comunidades han dictaminado que limitar el número de licencias VTC en función de las que se otorgue al taxi es contrario al derecho europeo, concluyendo que no se puede restringir la libertad de establecimiento. Al margen de tremendismos –más VTC será «una hecatombe», dicen los taxistas–, el sector tiene razón en exigir la igualdad de requisitos para el acceso a la actividad, pero la justa demanda no puede ser de facto un numerus clausus que, con carácter de monopolio, coarte la libre competencia. No puede olvidarse que es un servicio público para sus usuarios, los ciudadanos.