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Aquella tontada de serie televisiva en la que la reina Cleopatra era representada como una mujer del África negra no fue más que una anécdota que venía a indicarnos por dónde van los tiros. Desde hace años Estados Unidos sufre una epidemia de culpa, atribulado por su doloroso pasado, cuando las hicieron pasar canutas a todos los que no procedían de los países más pálidos de Europa. Pese a quien le pese, la sociedad estadounidense actual sigue siendo mayoritariamente blanca, aunque a menudo los medios de comunicación nos quieran hacer ver lo contrario. Eso, por supuesto, no justifica nada. Pero ellos se sienten presionados, los grupos minoritarios reclaman visibilidad y la mayoría –de origen alemán e irlandés, sobre todo– accede a darles un lugar preeminente en distintos focos para no ser tachados de racistas. Lo que ocurre es que es difícil mantener la medida de lo justo. A tal punto que en un debate con las rectoras de algunas de las universidades norteamericanas más prestigiosas se planteó la pregunta de si las movilizaciones estudiantiles que llaman al genocidio del pueblo judío chocan con el código de conducta de esas instituciones y las respuestas fueron de todo menos contundentes. Las máximas directivas de estos centros donde se forman los líderes del futuro respondieron «depende», es decir, que habría supuestos en los que exigir el genocidio de quien sea sería aceptable. No hablamos aquí de si Cleopatra era negra –en realidad era croata– o si la Sirenita, un personaje mitológico, debe representarse de una raza o de otra. Hablamos de justificar un genocidio. El de cualquier raza, pueblo o grupo, da igual. Los blancos hemos llegado a un punto de imbecilidad tal que por no ofender nos ponemos la soga al cuello.