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En España las cosas se hacen bien. El Tribunal Supremo acaba de dictaminar que cuando un trabajador decide acogerse a la reducción de jornada para conciliar, no puede elegir el turno que necesita para poder ocuparse de esa otra obligación familiar, tiene que seguir adaptándose a las necesidades de la empresa para la que trabaja. ¿Dónde, entonces, queda la conciliación? Estoy segura de que ningún miembro del Supremo, que cobran más de seis mil euros mensuales, ha tenido jamás la incertidumbre de qué hacer con el bebé, el accidentado, el que sufre una discapacidad o el padre/madre nonagenario que precisa atención constante. Estas cosas, ya lo sabemos, se arreglan con dinero. Pero la triste realidad es que el grueso de la población más que vivir, sobrevive. Y no hay dinero para pagar ayuda externa ni instituciones que se hagan cargo. Por eso -y porque algunos prefieren pasar tiempo con sus propios hijos o con sus progenitores ancianos y dedicarles los mimos que merecen- hay quien pide una reducción de jornada, reconocida en el Estatuto de los Trabajadores como un derecho, a pesar de que conlleva quedarte atrás en tu carrera profesional, perder la mitad de tu salario y pasar a ser un estorbo privilegiado al que tus compañeros miran mal. Cuando en casa hay una persona necesitada de atención se convierte en un trabajo más, que produce agotamiento y alegrías, pero también penas. Esa dedicación de veinticuatro horas siete días a la semana es, como se suele decir, ni agradecido ni pagado. Entonces, viene el juez que vive en el barrio de los millonarios y nos dice que, aunque trabajemos solo cuatro horas deben ser en el turno que designe la empresa. Así que luego no se sorprendan cuando dejan de nacer niños.