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El afán por contabilizar a las personas que pueblan un determinado territorio viene de antiguo. Ya en el Egipto faraónico un ejército de funcionarios al servicio del faraón registraba los nacimientos y muertes con un objetivo: el pago de impuestos. Una nación no se gobierna sola y cualquier pequeño o gran paso requiere de enormes cantidades de dinero. Eso lo saben aquí y en Pekín. Por eso últimamente vemos cánticos de duelo por la bajada de la natalidad en distintos puntos del planeta. En España resultan ya cansinos los que insisten en que tengamos más hijos o abramos las puertas de par en par a cualquiera que venga con intenciones de procrear. Dicen que solo así se podrán pagar las pensiones y blablablá. A mí me parecen argumentos de parvulario, propios de gente incapaz de idear soluciones nuevas a los nuevos problemas. La semana pasada el mismísimo Kim Jong Un lloraba de impotencia al comprobar las estadísticas de crecimiento poblacional de su país. Extraña situación si comprobamos las cifras. Tanto el norte como el sur de Corea son naciones prácticamente cerradas a la inmigración, lo que deja ver con claridad cómo evoluciona la natalidad. Si tomamos como referencia el año 1973, veremos que la patria de Kim Jong Un ha pasado de 16 millones de habitantes a 26. Sus vecinos al otro lado del paralelo 38 han crecido desde los 34 millones a los actuales casi 52. ¿Por qué entonces las lágrimas, el drama? Hoy viven en las dos Coreas un cincuenta por ciento más de coreanos que hace cinco décadas, genéticamente puros, porque apenas se mezclan. El problema lo tienen los gobernantes y los empresarios, que necesitan crecer ad infinitum para mantener la maquinaria en marcha: solo somos contribuyentes y clientes.