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La política vive un momento pinball, en el que cada golpe para mantener la bola en juego galvaniza agudos estridentes y ruidos metalizados. Se puede hablar de momento, no porque todos sientan la política de esta manera, sino porque todos están expuestos por igual al trance de un shock convulsivo. Hay que tener la conciencia muy bien amueblada para permanecer inmune a los estímulos de la sinrazón en la que algunos se mueven, sin importarles el ruido a cacharrería y sin ningún rubor o miedo a hacer el ridículo. La Real Academia Española acaba de incluir en su diccionario la palabra chundachunda, que por muy fuerte y machacona que sea, no alcanza para medir los decibelios del espectáculo en el que se empeñan ciertos personajes públicos.

No es ‘hablar claro y alto’, por este orden, que puede llegar a ser virtud, sino otra cosa. Se hace aun más evidente en el juego de los sinónimos, en el que se va mucho más lejos y se traspasan, con creces, los limites de la lógica. La penúltima, es la de ‘fruta’ por ‘puta’, por aquello de la rima consonante, inspiración de la musa Díaz Ayuso, veneración de hooligans. Efectos guturales simples, quizás primarios, como ontología de la relación social. Este es el problema. Andan lejos de la relajación y meditación necesarias para articular un pensamiento sensato. En consecuencia, el resultado final es que no tienen nada que narrar. Solo hay espacio para lo fáctico, como contraposición al sentimiento de lo vivido. Estiércol para la inteligencia artificial acrítica y la violencia política. Pero el dislate de los sinónimos no acaba en un chotis madrileño, la desnudez de pensamiento también produce formas obscenas, como lo fueron las muñecas hinchables de las manifestaciones de vigilia en la calle Ferraz de Madrid. Pornografía política, mientras se escandalizan por un Rigoletto en el Real.

La Real Academia, en su diccionario, ha tenido a bien ofrecer cobijo al vocablo ‘machirulo’ (preferentemente hombre que exhibe una actitud machista), muy apropiado para la ocasión. Machirulo escóndete es el título de una canción de Tongo y otras más: «el eco que rompe /Toda verticalidad». Nos referimos al feminismo. La verticalidad también recuerda a clase social, a sistemas de dominio. Romper la verticalidad es agrietar las formas patriarcales y de explotación. La respuesta de la caverna a todo esto es el shock como método político, el estímulo que hiere. No sólo desde la oposición, sino que también en el ejercicio del poder. Psicópatas atrapados en su propio guion, como en la película de Martin McDonagh. De Díaz Ayuso a Núñez Feijóo, a todos les ‘gusta la fruta’, aunque hay quien la mezcla con leche agria.

Walter Benjamin, en una alegoría de la Modernidad, cita a Baudelaire: «Cuando atravesaba a toda prisa el bulevar, saltando sobre el barro a través de ese caos en movimiento donde la muerte llega al galope desde todas partes a la vez, al hacer un gesto brusco se me resbaló la aureola de la cabeza y cayó al barro del asfalto». Sería interesante saber cuando la derecha española perdió la aureola de gente de orden. Aunque si nos remontamos en la historia nunca ha dejado de alimentar ciertas veleidades squadristas. «El que pueda hacer, que haga, el que pueda aportar, que aporte, el que se pueda mover, que se mueva», Aznar de las Azores dixit. Quizás perdieron el aura cuando dejaron de transitar por el bulevar en coche oficial o, simplemente, con del giro autoritario de las oligarquías ante la crisis del neoliberalismo.

La RAE también ha incluido en su diccionario la palabra ‘supervillano’. Aunque, bien mirado, los actuales ‘supervillanos’ poco o nada tienen que ver con los antihéroes de la ficción, los hay de carne y hueso y comen fruta.

Confesiones de uno de ellos: «El lado oscuro está en nuestra sangre» (Kylo Ren, supervillano de Star Wars).