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Ione Belarra ha pasado semanas comprobando cómo los siete diputados de Junts, los de ERC y los cinco del PNV entraban y salían del despacho de Pedro Sánchez frotándose las manos. La humillación de las reuniones secretas de socialistas y catalanes en un lugar indeterminado de Suiza y bajo la supervisión de un verificador internacional ha sido la gota que ha colmado el vaso de su paciencia. La pataleta, las indirectas, acusaciones y reproches no han servido de nada, porque la reina de Sumar, Yolanda Díaz, mira a sus antiguos compañeros de Podemos como la monja superiora a los niños recién llegados en su primer día de colegio. Está obligada a soportarlos, pero en su interior desea que crezcan de una vez y dejen de dar el coñazo. Así que Belarra y sus compañeros han visto la luz: se comportarán como los nacionalistas periféricos, que a la postre obtienen todo lo que necesitan. Lo harán desde el Grupo Mixto, ningún problema, allá estarán igual o menos diluidos de lo que estaban con Sumar, donde solo se escucha la voz de la abeja reina. Y ahora tendrán en sus manos la llave que abre todas las puertas: sus cinco valiosísimos votos parlamentarios. La política es un juego sucio. Lejos de dirimirse en esas alturas cuál es la solución más idónea a los problemas de los ciudadanos, lo que se pone en juego son intereses económicos, partidistas y partidarios. Los jugadores son mucho más grandes y poderosos que tú y que yo, ingenuos electores que acuden obedientemente a las urnas cada cuatro años; son empresarios, bancos, fondos buitre, organizaciones supranacionales y modos de ver y diseñar el mundo. Podemos sigue aferrado a la calle –es lo que debe hacer– y por eso molesta. Los otros vuelan a otra altura, en las grandes ligas.