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Reconozcámoslo. Casi todos solemos tener habitualmente algún punto más o menos oscuro alojado en algún rincón de nuestra mente, que no siempre acabamos mostrando a los demás. Yo mismo, sin ir más lejos, prefiero tomar helados y cucuruchos sobre todo en invierno, en lugar de hacerlo en verano, o comer polvorones y turrones mucho antes de Navidad o mucho después del 6 de enero. Y con el chocolate a la taza me ocurre también, en otro sentido, algo un poco extraño. Como buen llonguet, nacido en la antigua Clínica Mare Nostrum, debería de tomar el chocolate a la taza siempre con ensaimadas o al menos con uno o dos cuartos, pero pocas veces suelo hacerlo así. Como ven, a mí siempre me da un poco por lo raro o por lo que se sale de lo habitual. Y no solo por lo que se refiere a los dulces y a los postres. Así que si algún día me ven en alguna granja o en alguna cafetería tomando un chocolate a la taza, por favor no se molesten ni crean que soy un mal palmesano si observan que quizás he elegido como acompañamiento no un par de ensaimadas, sino, entre otras opciones, churros, porras, cruasanes, cremadillos, magdalenas, tartas de Santiago, tartas de San Marcos, robiols, crespells, napolitanas, sobaos pasiegos o cualquier otro pastel, postre o similar que uno pueda encontrar en cualquier establecimiento de Palma. Algunos de mis mejores amigos no acaban de entender ese constante deseo mío por lo insólito o lo chocante, aunque ya dijo el gran poeta Luis Cernuda, aunque seguramente en otro contexto, que el deseo es una pregunta cuya respuesta nadie sabe.