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Vivo tan recluido en mi rutina que algunas veces que camino por Palma tengo la sensación de visitar una ciudad extraña. Hace unas semanas bajé desde la plaza de España hasta el Baluard. Lo que vi me sorprendió. Y lo que oí. Como si no fuera mi ciudad. Yo diría que no escuché a nadie hablar en mallorquín, pero tampoco me crucé con muchos peninsulares. Escuché el castellano en versiones americanas, el inglés, el alemán, el árabe y sabe Dios cuántas lenguas más. Los bares que ocupan la calzada de Olmos están aquí pero podrían estar en París, porque o son franquicias o se dedican a recalentar en un microondas comidas industriales. Ni el camarero tiene la menor idea de dónde se encuentra. Sirven el café como en Buenos Aires, con un vaso de agua.

Durante décadas, esta torre de Babel sólo era habitual en las zonas turísticas y en unas pocas calles de Palma. Jamás en invierno. El resto de la isla era local, familiar; para los que vivimos aquí. Eran dos mundos paralelos: los visitantes, en su totalidad turistas, en sus bares y restaurantes y los residentes teníamos nuestro mundo. Hoy no: hoy entre los residentes hay toda clase de nacionalidades y costumbres; los turistas también pernoctan en la esquina de casa porque todas las viviendas están en Airbnb; no hay pueblo ni barrio que se libre del ruido de las ruedas de maletas a horas intempestivas; y donde jamás se había visto, los coches de alquiler ocupan plazas que creíamos a salvo de esta invasión.

En lógica consecuencia, cuando este periódico, con motivo de sus 130 años, hizo una macroencuesta para saber qué piensan los mallorquines sobre su identidad, sobre el pasado, presente y futuro de sus costumbres y cultura, se encontró con resultados llamativos. Porque debería sorprendernos que la gente piense que su identidad se diluye, que su patrimonio cultural se perderá, que de Mallorca pronto sólo va a quedar el recuerdo. Como dice un amigo, todavía terminaremos creando reservas de aborígenes.

No es algo exclusivo de Mallorca, pero es más notable en un territorio insular. Siguiendo a Stuart Hall, nuestra cultura es el conjunto de relatos que explican nuestra visión colectiva del mundo; es nuestra, es única, y se ha labrado a lo largo de los siglos. Las otras son válidas, pero no son nuestras. Por eso es lógico que se sufra de ver cómo se diluye en algo más global. La encuesta detecta también una cierta impotencia. Pese al autogobierno, los encuestados creen que estos fenómenos van a su aire, sin que el poder tenga capacidad real para cambiar su curso. Puro fatalismo: sólo nos queda contemplar lo que viene atados de manos.

No es de extrañar, por varios motivos. Primero: ni convencidos y resueltos sería fácil atajar este fenómeno. Segundo, hay una indudable negación de lo que ocurre. Todos nuestros políticos temen ser calificados de xenófobos, por lo que niegan lo obvio, con tal de no pisar este terreno minado. Tercero, muchos serían incapaces de balbucear soluciones viables. Los hay que únicamente dedican su vida a que la identidad de Mallorca se fusione con la de Cataluña; otros están obsesionados con que se hable aquí la lengua del imperio caducado; otros, los más, carecen de ideas y están ahí sin entender nada. Finalmente, hay que contar con la inutilidad consustancial de las instituciones, que apenas tienen una apariencia de poder pero que en realidad son fósiles petrificados. No somos capaces de enseñar a nuestros chicos ni historia ni literatura, no les damos armas para que sepan pensar, por lo que tampoco íbamos a entender qué es el multiculturalismo.

Ni siquiera somos capaces de limitar el crecimiento turístico porque todos, también la izquierda, tenemos casas en los pueblos y nos viene bien un ingreso extra por Airbnb, de manera que hemos aprobado en estos ocho años nada menos que cien mil nuevas plazas de alojamiento turístico. Por un lado el discurso ecologista y por otro la cartera.

Los ciudadanos sienten esta impotencia. Mostramos un completo escepticismo respecto a lo que podamos hacer, convencidos de que nuestro futuro depende de otros, de los que quieran instalarse aquí. Nunca de nosotros. O puede que el fatalismo surja de la contradicción entre el bien individual y el colectivo, entre teoría y realidad. Es bastante desolador el papel de observadores pasivos de nuestra propia pérdida de identidad.

El periódico ha cumplido su papel: ahora tocaría a los agentes actuar. Pero por algo jamás estos asuntos se debatieron en el Parlament, más ocupado con Palestina que con Porreres. Es lo que hay.