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En todo cuento existe un lobo. Ese lobo no siempre ruge, ha aprendido a hibernar. Puede pasar años en su cueva, silencioso, como dormido. Pero no convendría engañarse, confiarse: el lobo del que hablamos no duerme nunca. Su hibernación es una falsa hibernación. Desde su cueva oscura, en lo alto de la montaña, el lobo observa lo que acontece en el pueblo, el ir y venir de sus gentes. Espera su momento con la paciencia propia de los depredadores más letales. Tarde o temprano, creedme, llega su hora. Y es entonces cuando podemos ver sus colmillos y sus garras, cuando podemos escuchar su rugido furioso. Antes o después, volverá a su cueva, a su silencio, a su falsa hibernación, a su vigilancia. Y los habitantes del cuento, con el transcurrir de las estaciones, olvidarán su existencia, dejarán de mirar hacia la cueva con recelo, se centrarán en su día a día. Pero el lobo seguirá ahí porque –y esto es ley universal– en todo cuento existe un lobo. Siempre.