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Hemos leído novelas y relatos de ciencia ficción en los que la inteligencia artificial crecía de tal modo que acabábamos por resultarles molestos los humanos y eso llevaba a la destrucción de la humanidad. Es un clásico que advierte sobre las consecuencias de las creaciones humanas, desde el Gólem hasta Frankenstein, pasando por todas las películas sobre robots, androides y demás criaturas cibernéticas que adquieren demasiado poder. Ahora este mismo tropo se aplica a la vida real. El futuro ya está aquí. El terremoto que ha vivido la empresa norteamericana OpenIA es representativo de ese temor ancestral y, al mismo tiempo, algo muy real. Como en cualquier guion de film, un grupo de científicos advierten de los peligros que puede conllevar el desarrollo de una herramienta de inteligencia artificial, a la que han bautizado Q*, porque podría superar la mente humana y llegar a tomar conciencia de sí misma. Su creador y principal valedor, Sam Altman, veía en ella potenciales ganancias económicas inmensas. Desoyó, claro, las advertencias de sus subordinados y siguió adelante con el proyecto, que cuenta además con enormes inversiones de parte de la gigantesca Microsoft. Sus compañeros acabaron por echarle de la empresa y cerrar la arriesgada iniciativa hasta que se valore hasta qué punto puede resultar nefasta. No ha servido de nada. El olor del dinero ha hecho su magia y, cuatro días después, Altman estaba de vuelta en la empresa con todas las bendiciones para proseguir por esa incierta senda tecnológica. Como siempre, ha ganado la ambición y la codicia. Nada nuevo bajo el sol. Solo que ahora debemos prepararnos para vivir en primera personas una de esas películas que son, un poco de ciencia ficción, y mucho de terror.