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Con el permiso de los padres, maestros y ancianos: no me creo la equidistancia que Sánchez ha pretendido marcar en su visita a Israel. Ya se sabe: despacho con el presidente del país, con el primer ministro Netanyahu –a quien considera una especie de personaje enloquecido, me consta– y ceremonia de la comprensión y compadreo con la Autoridad Palestina, que no ha pintado ni pinta nada en todo lo que ha pasado desde el brutal e inicuo ataque de Hamás a indefensos ciudadanos israelíes. Es que la diplomacia es muy bonita –a mí qué me van a contar– pero las cosas son como son. El nuevo presidente tiene en su gobierno a una ministra de origen palestino y a otros cuatro que no admiten el derecho de Israel a tener un Estado propio. Es la postura de la extrema izquierda con la que Sánchez se ha acostado de nuevo al tiempo que negociaba con las derechas vasca y catalana. Es la postura, valga como ejemplo, de una periodista como Julia Otero, que el miércoles por la tarde en su programa vespertino –por el que ingresa una millonada– dijo tan campante que «lo que quiere Israel es quedárselo todo, Gaza, Cisjordania y todo lo demás».

Si es muy sencillo, pero hay que quererlo ver desde una mirada que ni siquiera tiene por qué ser objetiva, pero sí rigurosa: desde la caída del muro de Berlín y, posteriormente, desde la muerte de Fidel Castro a la izquierda solo le quedan dos referencias internacionales: la causa saharaui y la palestina. A los primeros Sánchez los mandó a hacer gárgaras, dejando al rojerío español no a dos velas, sino solo a una: la de los pobrecitos palestinos. Es que les quitas eso –empezando por Neus Truyol, pasando por la Otero y acabando en Willy Toledo– y ya no les queda nada. Salvo sus saneadas cuentas corrientes, claro. Por eso a quienes sabemos de qué va el percal no se nos puede venir con las milongas pacificadoras del ‘franciscano’ presidente español.

Otra cosa muy diferente es la necesidad de preservar la seguridad de la población de Gaza, sobre todo la de los niños. Pero ya me dirán cómo se hace eso cuando los terroristas de Hamás utilizan a los hijos de los palestinos más pobres –ahora el adjetivo va por detrás– como escudos humanos, montando auténticos fortines en los subterráneos de sus colegios y hospitales.

Concedo a Sánchez el mérito de ser un gran estratega político –siempre en base a sus intereses– pero en plan mediador queda fatal.