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Nació en Viena en 1911, de padre judío, y a los quince años se metió en política, en una época tan convulsa como peligrosa. El socialista Bruno Kreisky fue detenido en 1935 por alta traición y tres años después, mientras Hitler se anexionaba Austria, huyó a Suecia. En 1942, cuando los nazis parecían imparables, se casó con Vera Fürth, su gran amor. Como orador era formidable y tras la guerra su despegue político fue vertiginoso. Tanto, que en 1970 fue nombrado canciller de Austria, cargo que ocupó durante trece largos años. Su relación con la poderosa primera ministra de Israel, Golda Meir, fue tormentosa y llegó a decir que era «el único político en Europa al que Meir no puede chantajear». En su país despenalizó el aborto y la homosexualidad, abogó por la igualdad de género y luchó por el reconocimiento de las minorías étnicas. Vamos, un adelantado a su tiempo. Ya jubilado, eligió la Costa d’en Blanes para vivir. Mallorca era su pasión, pero siguió ejerciendo de mediador, de hombre bueno. El rey Juan Carlos o Felipe González lo visitaban con frecuencia y en 1982 el líder palestino Yaser Arafat viajó a Mallorca para dar su acuerdo a la mediación de Kreisky a un canje de prisioneros judíos. Dos años después, el viejo león convenció al sátrapa Muammar el Gadafi para visitar la Isla y reunirse con González, algo que no sentó nada bien en EEUU. Bruno, el político de blanca barba y ojos cansados, murió en 1990. Ahora, con Gaza borrada del mapa por un enloquecido Netanyahu, es cuando se echa más en falta a mediadores de su talla, capaz de lidiar entre judíos y palestinos. Y sobrevivir al intento.