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Somos animales políticos y ello queda absolutamente demostrado en estos días de convulsión. La política -que según Aristóteles debe procurar el bienestar- presenta en la democracia unas debilidades que ahora empiezo a entender. Esta democracia de partidos y demagogia -que aborrezco- está provocando el enfrentamiento social más feroz e irracional de las últimas décadas. A todo ello se suma un estado de guerra y también los profundos cambios que se están fraguando y que incluso debilitan los cimientos del derecho. El presente ha parado la política de gestión que caracteriza la administración local y que también marca la autonómica. Frente a la polarización y los debates procedería situar el foco en las prioridades a las que es difícil prestar atención y tiempo cuando intentamos salvar el país. Mientras todo ello ocurre y se busca sacar tajada económica de los pactos tenemos, por ejemplo, a nuestros mayores desatendidos y sometidos a un sistema burocrático que les impide el acceso a unas ayudas que les resultan totalmente necesarias. Es una de tantísimas actuaciones que deberían tener efecto casi directo y que se dilatan en el tiempo hasta provocar el diabólico resultado de llegar demasiado tarde. Y ya no menciono las estrategias de movilidad, medioambientales o culturales que veo lejanas y requieren acuerdos o una sensibilidad que trascienda lo presente. Sí creo en el cortoplacismo para aquellas medidas que hay que implementar con urgencia. Porque esta no entiende de ideología, como acudir a un hospital con una dolencia que requiere una intervención inmediata. Por desgracia esta es una de las pocas situaciones donde lo ideológico no influye ni se impone a la hora de actuar. Ello podría ocurrir en muchos más ámbitos y con mayor frecuencia. Esta democracia enferma debería alejarse del rédito político para poner el interés en la gestión de lo común donde caben muchos más consensos de los que podamos imaginar. Todas aquellas cosas que nos igualan y nos unen deberían ser prioritarias para esta política moderna. Es la única cura a una democracia decadente que surgió de una aspiración que provocó el consenso que ahora no sale ni en las noticias ni a las calles. Todo lo contrario, todos los esfuerzos en bienestar y educación han acabado en unas situaciones que recuerdan aquellos años a los que no queremos ni deseamos volver. Obviamente ello no ocurrirá porque tenemos una Unión Europea que sabrá mediar y atemperar todos esos egos que ahora dinamitan nuestra política. Siempre tiene que existir algo que trascienda y en ello encontramos otra de esas recetas curativas para no perder la ilusión en el sistema. Yo tengo claro que su derrotero actual desatiende muchísimos objetivos que podría relatar y que, además, se ha entregado a una energía de autodestrucción y odio. Devolvamos la política a los logros, especialmente a aquellos que no responden a intereses particulares y que dignifican la participación democrática. Porque las reglas del juego son otras; lo contrario, lo presente, destruye el tablero.