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El primer impacto de los abusos sexuales cometidos contra menores en el seno de la Iglesia católica en los medios ha sido más efímero de lo que podía esperarse, pero no es una cuestión olvidada. El escándalo había vuelto a la primera plana de la información a raíz de la presentación que el Defensor del Pueblo hizo de los resultados del informe independiente que le había encargado el Congreso de los Diputados. Quedó tapado por la efervescencia creada entorno a la amnistía y por la crudeza del conflicto entre Israel y Palestina. Volverá a un primer plano.

La amnistía se ha utilizado como arma arrojadiza contra la investidura de Pedro Sánchez, por si sonaba la flauta de unas nuevas elecciones, y es previsible que siga siendo objeto de controversia durante toda la tramitación parlamentaria y durante más tiempo. La derecha mediática y judicial no parece dispuesta a soltar la presa. En el caso de Palestina, las exacerbadas acusaciones de antisemitismo a todo aquel que haya osado pedir un alto el fuego o hablado de genocidio irán perdiendo fuerza con el tiempo. Resulta moralmente deleznable y sospechoso equiparar la repulsa a los métodos del gobierno de Israel al antisemitismo. Es curioso ver como la derecha española tradicionalmente más cercana al antisemitismo (recordemos que España no establece relaciones diplomáticas con el Estado de Israel hasta el año 1986) ahora aplaude el sionismo.

Mientras la maquinaria de la derecha mediática hierve con estos temas, soslaya la trascendencia de los abusos sexuales a menores en la Iglesia católica. «Con la iglesia hemos dado, Sancho». El Spotlight español tarda, pero llegará. Por ahora la jerarquía eclesiástica ha reaccionado de manera airada desprestigiando el informe independiente del Defensor del Pueblo y negando la cifra de víctimas. «Dimensión estructural y sistemática», concluye el documento. El presidente de la Conferencia Episcopal desde la soberbia (de una autoridad moral cuestionada por los hechos) amenazó con no colaborar si no se metía en el mismo saco todos casos de abusos sexuales cometidos contra menores. Insumisión apostólica, pero no romana.

Hay motivos para estar preocupados. Casi el 20 por ciento de los jóvenes escolarizados en España en etapa no universitaria acude a uno de los cerca de 2.500 centros educativos católicos concertados. La Iglesia, además, es la titular de 20 universidades. Recibe del Estado 12.000 millones de euros anuales, una cantidad ligeramente superior al 1 por ciento del PIB estatal, de los cuales unos 5.000 millones van directamente a las escuelas católicas. Todo esto, en un país en que constitucionalmente ninguna religión tiene carácter estatal. La contrición sería lo suyo, aunque la pregunta es: ¿de la Iglesia o del Estado?

En este juego de cubiletes, que tradicionalmente han mantenido los gobiernos socialistas con la jerarquía católica, la última invención ha sido la secularización del «laicismo inclusivo» (ministro Bolaños, dixit), un concepto equivalente a una «religiosidad respetuosa del no creyente». Un café para todas las religiones (la católica mucho más), en qué los no creyentes mecen el botafumeiro, a costa de los derechos de los ciudadanos. De facto, el Estado constitucionalmente aconfesional se transforma en multiconfesional para disimular la connivencia con la Iglesia católica.

Utilicemos la razón, no las creencias, y apliquemos las matemáticas. El compromiso europeo en I+D es del 2 por ciento del PIB de cada estado. España nunca ha alcanzado esta cifra, actualmente toca el 1,4 por ciento. Ahí viene la suma: si a esta cantidad se le añadiera el 1 por ciento que se transfiere anualmente a la Iglesia, España se situaría por encima de la media europea, justo por delante de Francia. ¿Laicismo sin adjetivos?