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Tan trastocada tenemos la escala de valores que damos por bueno que Valtònyc estaba exiliado y llegaremos a no considerar de extrema gravedad que la amnistía que forzará Pedro Sánchez es en nombre de España y no para comprar los siete votos de Puigdemont.

El rapero mallorquín fue condenado por la Audiencia Nacional por enaltecimiento del terrorismo, invitación a la violencia, apología del odio ideológico e injurias a la Corona. Suficiente daño ha causado el terrorismo, también en Mallorca, para restar importancia a esos delitos. Y cuando el cantante condenado pretende escudarse en la libertad de expresión, habría que recordar que todos los derechos cívicos tienen un límite: el código penal. No tiene nada de heroico vulnerarlo. Valtònyc no estaba exiliado, estaba fugado de la Justicia para sustraerse a sus responsabilidades.

Como Puigdemont, aunque en su caso la huida fue más indigna, agazapado en el maletero de un coche. Los enfervorizados aplausos de los integrantes del Comité Federal del PSOE, transmutado en sanedrín de la secta, cuando Sánchez admitió que para seguir en La Moncloa el precio es la amnistía del de Waterloo y otros muchos más, incluso los bárbaros que incendiaron Barcelona, son humillantes. Apoyo entusiasta por parte de los mismos que hace nada buscaban los micrófonos para proclamar alto y claro que ni amnistía ni referéndum en Catalunya. Habrá más humillaciones como la presencia de Puigdemont en la Plaça de Sant Jaume de Barcelona, en olor de multitudes, sin siquiera haber pasado por el juzgado. Ya no es tanto si el sanchismo sobrevivirá políticamente a esa imagen. La duda es si sobrevivirá el constitucionalismo, cuya historia, decía Jaime Gil de Biedma (1929–1990), es triste porque siempre acaba mal.

El sanchismo está en la cima del cinismo y la desvergüenza. En la ceremonia de juramento de la Constitución por parte de la princesa de Asturias, tanto Francina Armengol como Pedro Sánchez se recreaban en palabras grandilocuentes, Estado de derecho, leyes, Constitución («Contad, Alteza, con la lealtad, el respeto y el afecto del Gobierno», llegó a decir Sánchez, mientras algunas de sus ministras trabajan para impedir que vaya a reinar), un día después de otra foto de la infamia, el tercero en la jerarquía del PSOE rindiendo pleitesía a Puigdemont, y un día antes de anunciarse la tramitación de la proposición sobre la amnistía. No cabe mayor felonía: por la mañana la Constitución y por la tarde cerrar flecos de los acuerdos con los firmantes del manifiesto ‘Ni Monarquía, ni Constitución’, socios de Sánchez para la investidura. La alianza que le llevará de nuevo a La Moncloa es como un fondo buitre político. Todos a por lo suyo y el gestor, sin escrúpulos ni límites, garantiza sus beneficios. Su último asidero es para que no gobierne la derecha. También es mentira. PNV y Junts son de derechas. Sánchez quiere decir que no gobierne el PP. No hay mayor desprecio a la democracia que negar la posibilidad de alternancia, rechazar la contingencia de que medio país pueda pensar diferente.
Vale para el sanchismo recordar a D. Miguel de Unamuno en Salamanca, en tiempos muy difíciles: convencer significa persuadir. Y para persuadir «necesitáis algo que os falta, razón y derecho. Me parece inútil pediros que penséis en España».