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El periodismo conoce bien las obsesiones de la progresía: pretende a toda costa que ocultemos cualquier noticia que pueda estigmatizar, que cree etiquetas, que lleve a pensar que tal o cual grupo social es de una forma determinada. O sea que no hemos de contar que las cárceles están llenas de extranjeros, que tal o cual delito es perpetrado habitualmente por gente de tal etnia o que el supermercado de la droga en Palma está en un barrio gitano.

Yo estoy de acuerdo en no generalizar: quien considere que todos los alemanes son tan criminales como Hitler, que todos los socialistas son tan mentirosos como Sánchez, que todos los americanos son tan alevosos como Trump, que todas las mujeres son tan descerebradas como Belén Esteban, que todos los políticos son tan nimios como Rajoy, que todos los curas son pederastas o que todos los futbolistas son como Cristiano, es un miserable. Cada persona es un mundo y hemos de tratarla siempre a partir de su potencial ilimitado. Las etiquetas y los prejuicios son negativos para las víctimas pero también hablan de la estupidez de quien los exhibe. La vida debe ser una constante lucha contra la construcción de estos juicios previos que, por otro lado, emergen constantemente. Esto es fundamental a la hora de reclutar estudiantes o trabajadores, de buscar sospechosos de un crimen o de relacionarse con el mundo.

Sin embargo, es elemental, inevitable e inteligente que el ser humano cree categorías. Si cada vez que pasamos por un barrio nos apedrean el coche, deducimos que allí hay un peligro; si los keniatas corren como las gacelas, he de prepararme; si cada vez que el reloj marca las ocho de la tarde anochece, entonces mañana esperaré la misma conducta. El desafío para la inteligencia humana es hacer convivir estas dos realidades: el aprendizaje a partir de las experiencias vividas con la necesidad de evitar el prejuicio, injusto incluso aunque sus fundamentos sea verdadero. Lo peor de que un amigo te engañe no es el daño en esa relación sino que te enseña a tener cautela con el próximo amigo. Lo inteligente es aprender sin dejar de tener la mente y las puertas abiertas. Los humanos podemos hacerlo a nada que no seamos imbéciles.

Por eso es necesario que la prensa cuente la verdad, que sepamos qué pasa en Son Banya, que digamos que lo de Magaluf es un asunto de ingleses, o que asociemos los contenidos de Hola con una parte del público. La lucha de la progresía contra estos estereotipos es inútil y jamás conducirá a nada. Este esfuerzo deberían dirigirlo, en cambio, a lo que están haciendo las tecnológicas con los algoritmos, que sí son discriminadores. Y nada perspicaces.

El algoritmo es el modo cómo los Apple, Google, Facebook o Twitter gestionan la red a partir de sus estadísticas. Se comportan igual que el ser humano pero sin inteligencia. Es el prejuicio mecanizado, industrializado. Sólo recogen datos: si usted entró un día en la página de BMW, es rico; si quiere saber qué piensa Puigdemont, es nacionalista catalán; si lee un libro de Zimbabwe, es BLM; si un día miró por qué cayó un avión, es un pirado de los siniestros aéreos. Con toda esta información hacen perfiles que incluyen información financiera, cultural, social, política, y que comercializan.

Nada puede ser más discriminador ni sectario porque trata a las personas estrictamente en función de su pasado. Ni siquiera en función de sus deseos sino de su navegación en la red. Basta clicar un día por accidente una de las incontables ventanas que se abren en nuestras pantallas para ser acosado para vendernos esos productos o para persuadirnos más aún de lo que podemos estar.

La progresía, que se alimenta exclusivamente de progresía, no ha entrado en este campo tal vez porque no lo entiende, pero es realmente una de las mayores maneras de prejuzgar, de crear grupos sociales aislados, de radicalizar a la gente, de estigmatizar. Pero sin la sutileza humana.

Todos los que ven a Jordan Peterson quedan automáticamente alineados con Eduardo Inda; todos los que bebieron siquiera una vez de Owen Jones ya nunca más recibirán información liberal; aquellos que quieren saber qué dice Pablo Iglesias quedan etiquetados junto con eldiario.es y toda la progresía woke. Los borregos de estos grupos sociales confirman así que sus ideas eran las correctas, incluso las únicas, y que van bien por ese camino. Realimentan su estupidez. Y confirman que no están solos, que es lo que de verdad les preocupa.

¿Vemos que nunca hemos tenido tantos prejuicios (industrializados) al tiempo que nunca los habíamos denunciado tanto? Las paradojas de la idiotez contemporánea.