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El malo de la clase, el bruto, el que alza la voz, es el que acaba marcando el ritmo del grupo. Y no solo el ritmo, también -gracias a sus imprecaciones, a sus salidas de tono, a sus caprichos ruidosos- es el que determina los temas a tratar, el debate que toca. Da igual que se trate de algo superado. Si el malote dice que toca hablar de pistolas, todos hablamos de pistolas. Y poco importa que las pistolas no nos gusten, que las hayamos relegado a los jardines descuidados de las casas. De este modo, los malos de clase, los brutos, los que alzan la voz, acaban convirtiéndose en líderes de opinión indiscutibles. Y los comedidos, los que gustan de razonar, los capaces de ponerse en la piel del otro, acaban trabajando para los líderes de opinión. Y su discurso cambia, cuestión de supervivencia. Todos tenemos que comer, todos tenemos que mantener derechas las paredes de nuestra casa. Y así avanza el mundo, a los berridos de los malos de la clase, de los brutos, de los líderes de opinión.