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La música es sinónimo de belleza que acompaña, de alegría, queja o protesta, de celebración, de ceremonia. La música habita todos los espacios del mundo: la calle, las plazas, las habitaciones de los adolescentes, las salas de espectáculos, los lugares de ocio donde nos encontramos con los amigos, los rincones de los amantes secretos. La música es un placer y un derecho.

En Afganistán se ha prohibido la música en las bodas. Las bodas se han convertido en extraños acontecimientos en los que nadie es feliz. Se celebran ceremonias colectivas. Durante el evento, el grupo de novios está separado del grupo de novias. Muchas parejas no se conocen de nada. Tras la ceremonia, verán por primera vez a la persona con quien van a compartir la vida.

Por eso las bodas, que en nuestro mundo significan felicidad y fiesta, ganas de anunciar a los nuestros que amamos a alguien y que deseamos celebrarlo, se han convertido en Afganistán en el reino de los bostezos.

La música ha sido substituida por larguísimas peroratas de contenido religioso, chistes de humor talibánico, y algún que otro juego malabar practicado con poca destreza. Miro, incrédula, las imágenes por la televisión: bostezos, invitados que dormitan, expresiones de tedio y fatiga. Nadie está contento. Ni los novios ni los invitados.

Durante siglos, las bodas han sido fiestas, días de lanzar la casa por la ventana, de comidas abundantes, vestidos bonitos, bailes y música. Los días felices se viven para ser recordados y la música fija esos recuerdos en nuestras mentes.

Todo lo que vivimos podría tener su particular melodía. Muchos momentos de la vida tienen su propia banda sonora. Hay canciones que nos hablan de los lugares que amamos y de las personas con quienes fuimos felices. Todos tenemos nuestras canciones.

En Afganistán, los novios no disfrutan de risas ni de música. Son tiempos difíciles y los silencios se hacen inmensos como el dolor.