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Tenía que cambiar moneda en Barajas. No era mucho dinero, sólo para el taxi en el destino. «Buenos días. Deseaba comprar divisas». El vendedor me responde «Andrés Echegaray. ¿En qué puedo servirlo?». Yo me esperaba un «Buenos días, dígame» o «qué moneda», nunca nombre y apellido y menos si me puede servir en algo, cuando está al frente de un cambio de moneda. Yo no entro a una panadería o subo al bus, el empleado se identifica y le pido café. «Quería cambiar dinero», reinicio. «Caballero, su pasaporte». Se lo doy de mala gana y a continuación me dice «Don Javier, ¿cuánto desea cambiar?» Eso de ‘don Javier’ tampoco viene al caso; no somos amigos, no nos conocemos. Pero ya me vale de ser insociable. Le digo el importe y entonces me dice cuánto dinero me va a entregar. Me está pegando un sablazo absolutamente tremendo. Un atraco. Un recargo del cincuenta por ciento sobre el tipo de cambio normal. El chico sigue perorando mientras me pregunto para mí por qué me dejo robar y encima con buenas palabras. El joven repite un rollo que sus jefes le han enseñado, absolutamente ajeno a los usos y costumbres. Entonces me pide mi dirección particular. «¿Mi dirección?» «Sí, don Javier». «¿Para qué la quiere?» «Es un requerimiento del Banco de España». No, no me imagino a un empleado del Banco de España controlando quien ha cambiado cien euros en un aeropuerto y menos mirando la dirección una vez tiene los datos del pasaporte. Ahí acabó mi paciencia don Andrés: «Devuélvame los euros y el pasaporte, por favor». Maquinalmente, el chico me devolvió lo mío. «Gracias, don Javier». Cambié moneda en el destino, a un tipo un cincuenta por ciento mejor.
Soy consciente de que vivir en guerra con la avaricia empresarial es una batalla perdida. Y agotadora. Por eso, intento que no me amarguen. Cuento este caso como un divertimento, no porque me parezca realmente importante. Por encima de todo, me lo paso bien desenmascarando estos trucos. Y me interesa comprobar cómo el lenguaje va por un lado y la realidad es la contraria.

Hace poco llevé mi coche nuevo al concesionario. Lo mismo: «Siéntese, caballero». A continuación una ceremonia boba que concluyó cuando pregunté el precio del cambio de agua del limpiaparabrisas: «50 euros». «Deme la llave, por favor. Quítele los plásticos al asiento. Me voy». «Pero… caballero…»
Me llaman del que todavía es mi banco para ofrecerme un préstamo de treinta mil euros preconcedidos. Me sueltan que con ese dinero puedo «comprar un coche, cambiar la sala, ir de viaje». Como si yo no supiera qué hacer. Le pregunto por el tipo de interés, pero me contesta que puedo disponer del dinero de inmediato, que tengo toda la vida para devolverlo. Al final lo tengo que cortar: «¿Me va o no me va a decir el tipo de interés?». «Sí, un catorce por ciento». Ahí dejamos de ser amigos porque uno a un amigo no lo roba.

Compré una nevera online. La pagué por adelantado. A las dos semanas parece que no la tienen, de manera que cancelo el pedido y me devuelven el dinero. Pero la maquinaria de marketing se había disparado y me empiezan a llegar mensajes para que les indique mi nivel de satisfacción con una nevera que nunca vi. Todo con ese lenguaje estúpido de ‘call center’. ¿Tiene el cliente que explicarle encima al proveedor que es tan incompetente que no ha sabido suministrar el producto y que para colmo gasta dinero en saber cuánto disfruto de la nevera que no tengo?

Estoy hasta el moño de estas estrategias de marketing que hacen que los empleados de los comercios en lugar de ser ellos como máquinas que repiten las estupideces con las que les adoctrinan. O máquinas, literalmente, como una grabación de una compañía de trenes que pide perdón «sinceramente» cada vez que el ordenador registra un retraso de más de dos minutos.

Es el lenguaje, originalmente ideado para decir, empleado para ocultar, enmascarar, disfrazar. La amabilidad raramente se debe a amistad, sino a verdadera hostilidad. En España nuestra cultura presenta alguna resistencia a esto, pero en los países nórdicos llegan al paroxismo. Conozco americanos que ‘compran’ toda esta basura como verdaderos autómatas.

Imagino a estos expertos con sus ‘power point’, convenciendo al comerciante de cuánto más facturará. Deben tener un cuadro con el paralelismo entre idioteces dichas e ingresos en caja. Entierran el sentido común, la naturalidad, lo que vemos con nuestros ojos a cambio de estas payasadas. No me irrita tanto que me intenten robar, que de alguna manera es su obligación, como el disfraz, el envoltorio, las sonrisas de amigo de la infancia.