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Defender los principios», decía Alberto Núñez Feijóo en manifestación por las calles de Barcelona. Es correcto. ¿Pero, cuales son estos principios? Que se recuerde, todo empezó con la ruptura del sistema de «doble garantía» que el constituyente había introducido en el texto constitucional para evitar conflictos entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Un encaje de bolillos en el que para aprobar los estatutos de autonomía intervenían el parlamento autonómico, el Congreso de los Diputados y, finalmente, la ciudadanía a través de un referéndum. Evitar que el péndulo no oscilara en demasía hacia un extremo u otro: ni centralismo, ni independentismo.

Quien decidió dinamitar este consenso fundacional fue el PP, solito. Perdidas las elecciones generales, Mariano Rajoy mando recoger firmas en contra de la reforma del Estatuto de Catalunya, en una campaña que, en el fondo, pretendía erosionar el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Un Rajoy perdedor decidió ocupar la calle, las mismas que ahora frecuenta Núñez Feijóo, también perdedor. El anticatalanismo sigue dando réditos electorales en España, aunque prive a la derecha de formar gobierno. Entonces y ahora el leitmotiv era «ciudadanos iguales». Los mismos métodos, mismos perros y mismos collares. El objetivo de ocupar la calle sigue siendo erosionar un gobierno encabezado por los socialistas, ahora por Pedro Sánchez, incluso antes de que se constituya. Núñez Feijóo pretende nuevas elecciones. Manifestación de perdedores en Barcelona. Resultan poco creíbles, más bien parecen estampas para unos cartones de Goya.

La estrategia conservadora necesitó del Constitucional para dinamitar el Estatut de Catalunya. Se iniciaba la época de los bloqueos en el poder judicial. Desde entonces los catalanes tienen una ‘constitución’ territorial que nadie ha votado y, en consecuencia, el Estado les debe una votación. El ‘procés’ pretendió llenar este hueco, la respuesta del Gobierno Rajoy fue autoritaria y se circunscribió al ámbito judicial y policial. Como era inevitable, las consecuencias han trascendido el marco español y traspasado fronteras. Especialmente significativa la respuesta del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) a las cuestiones prejudiciales planteadas por el juez Pablo Llarena en relación a las euroórdenes de extradición. Una bomba de espoleta retardada que podría estallar en cualquier momento.

Hagamos memoria. Lo primero que menciona el tribunal europeo es el derecho a un juez imparcial y advierte que no puede admitirse que un tribunal supremo nacional resuelva en primera y última instancia sobre un asunto penal sin una base legal específicamente expresa al respecto. Es evidente que los líderes independentistas catalanes no tuvieron oportunidad de una segunda instancia. Hay otros antecedentes sonados de rectificación de la justicia española. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) condenó España por vulnerar el derecho a un juicio justo de Arnaldo Otegi y otros cuatro dirigentes abertzales. Y, antes, había hecho anular la sentencia condenatoria del presidente del Parlamento vasco, Juan María Atutxa y otros miembros de la Mesa de la cámara.

Pero la cuestión potencialmente más transcendental de la sentencia TJUE es que abre la puerta a la posibilidad de admitir la existencia de una causa general contra «un grupo objetivamente identificable de personas». La minuta para fundamentar la ‘causa general’ y ‘el grupo objetivable’ es extensa (aplicación sesgada del 155, testimonio del teniente coronel Baena en el juicio del ‘procés’, ‘caso Pegasus’, operación Catalunya, policías infiltrados…). La mera posibilidad que un tribunal europeo acepte la existencia de una causa general contra el independentismo catalán debería hacer reflexionar a muchos, más allá de sentimientos e ideales políticos. Ante esta circunstancia y posibles reveses futuros, desde la perspectiva del Estado, lo más sensato es hacer borrón y cuenta. Esto no implica olvidar, sino transitar por la vía política. Aunque, vista la banalización que hacen del tema, a muchos les resultará duro aceptar que el Estado saldría políticamente reforzado con la aprobación de una ley de amnistía.